Últimamente siento que nuestro irrespeto ya no conoce límites. Que nuestro morbo no lo sacia nada.
Los últimos días, al ver las fotografías del último niño asesinado, su ropa hecha jirones, su rostro un rictus de horror y desespero inconmensurables, ser exhibidas, una y otra vez, en cuanto medio de difusión, red social y blog, mi alma se achica aún más, sufriendo el doble; ya no solamente por la muerte del único ser realmente inocente de nuestro mundo, sino también por la vergüenza y la rabia al ser testigo de cómo el afán de cientos de personas por ganar algo, sea rating, sea dinero o sea cierta popularidad, humilla de esa manera a un ser tan valioso como nosotros.
Luego de ver tantas imágenes de cientos de mujeres asesinadas y violentadas, siendo protagonistas de todas las portadas; después de presenciar cómo se utiliza la foto del último anciano maltratado y obligado a vivir en la indigencia, a veces culpa del Estado, a veces culpa de sus familias; o al ver las imágenes por todo Internet de jóvenes, de niños e incluso de recién nacidos, muertos bajo el terror y las balas de una guerra en la que nada tienen que ver, mutilados por la contundencia de un conflicto que exige un pago inmenso de los inocentes, me pregunto: ¿acaso no es suficiente? ¿no nos basta con contar a diario y por centenares a las víctimas de la violencia, de la guerra y del odio, que debemos ver, en todo lugar y en todo momento, las huellas depravadas del horror en sus cuerpos?
¿Realmente debemos ver las imágenes, una por una y desde todos los ángulos, del último/a integrante de la comunidad LGBTI ser golpeado/a hasta la muerte, para tener conciencia sobre el peligro que corren en nuestra sociedad?
Pero, no me mal interpreten, entiendo bien la razón por la que todo esto comenzó: las víctimas necesitaban un rostro, una historia, para que entendiéramos que son más que simples números, más que simples estadísticas degradadas hasta datos casi sin importancia en un polvoriento anaquel. Lo comprendo. Pero en algún momento nos hemos perdido, llegando a una realidad donde es tan común ver el vídeo del hombre decapitado, en una lejana zona de guerra, que ya parece no importarnos. Por supuesto, está la conmoción momentánea, la empatía superficial, e incluso la repugnancia, pero también está el morbo. Ese morbo que nos lleva a mantener fija la mirada, expectantes del sufrimiento ajeno, ese morbo que nos obliga a abrir el vídeo de la última víctima descuartizada, y ver una a una sus imágenes, aún cuando estas narran el dolor, el horror, el miedo y la desesperación que cualquier de nosotros sentiría en una situación como esa.
Parece que no fuese suficiente con el dolor de las víctimas y de sus familias, que debemos sumarle el irrespeto, la humillación, de convertirlas en el último “trending”.
Como si violentar sus últimos momentos, poniéndolos en todas nuestras redes, y ganado algo de popularidad por la reacción de los otros tan morbosos como nosotros, fuese algo normal; e incluso tenemos, muchas veces, el descaro de pensar que estamos haciendo alguna clase de “labor social”. Como si lo que merecerían las víctimas, antes de caer en el olvido de esta furiosa actualidad, fuese convertirse en el foco momentáneo de nuestra morbosa atención.
Sufro por las víctimas, y por nosotros, que hemos normalizado tanto dolor, tanta desesperación y tanto terror, hasta el punto de no sorprendernos más por las consecuencias diarias de nuestro macabro mundo.
Aunque eso no apaga mí la esperanza para que volvamos a sufrir por el dolor de otros. Pero sufrir de verdad, dándole el valor que tiene a cada vida, arrancada de raíz por la contundencia de nuestra violencia. Aún espero que, dejando nuestro morbo de lado, volvamos a pensar en las historias que se esconden detrás de las imágenes de los últimos asesinados, recordando que son amigos, padres, hermanos, que son madres, esposas, e hijas quienes se han ido de formas tan horrorosas como inimaginables. Ojalá dejemos de consumir tantos videos, grabados muchas veces por los mismos victimarios, y empecemos a darle el respeto que se merecen las víctimas, guardando un silencio prudente, evitando así hacer de todo su dolor el show mediático en que se convierte actualmente.
Ojalá hiciéramos lo que querríamos que los demás hicieran en caso de que la nueva víctima fuésemos nosotros, o fuesen nuestros seres más amados, y lloráramos por su dolor, respetando siempre los que fueron sus últimos momentos en este mundo.