Ida y vuelta, sin retorno

Hace poco entendí mi decisión intuitiva de emigrar, no fue provocada por ningún conflicto o crisis, solo por la natural tendencia que tenemos hacia el movimiento.

Háblanos - Cultura

2023-09-13

Ida y vuelta, sin retorno

Columnista:

Rafael Medellín Pernett

 

Todo empezó en un polvoriento pueblo del Caribe colombiano, de los que abundan, y donde los calderos y las ollas se derriten por la inclemencia del calor. La temperatura debe tener algún efecto en el carácter de las personas, porque allá la gente es igual de cálida que el mismo sol. A mi pueblo lo recuerdo como a ese lugar del pasado donde las vírgenes de porcelana salían de la iglesia a caminar una vez al año, rodeadas de una multitud tan devota como el mismo cura que precedía la procesión. Lo recuerdo como a la abuela sentada en la terraza con la rama de totumo en la mano diciéndome que entrara tranquilo a la casa, que no me iba a pegar. Pero sobre todo, lo recuerdo como a los amigos de la calle, con los que nos poníamos una sábana blanca y nos subíamos en uno de los robles que cercaban cualquier casa para asustar, cuando se iba la luz, al primero que pasara. Era una vida de felicidades sencillas, aunque al mismo tiempo, de aspiraciones no cumplidas. 

Mi calle era una calle muy curiosa, diversa. Recuerdo tener vecinos de todos los estratos, fue en su momento el primer cuadro vivo sobre desigualdad social que vi, por supuesto, pasó desapercibido. Al norte, casi llegando a la plaza principal, vivían los Méndez, aún viven allí, en una enorme casa provinciana de techo de palma y cuartos gigantes. Cuando renovaron la casa, para cambiar las paredes de pencas secas por bloque y cemento, mantuvieron el techo alegando que querían continuar con la tradición, porque en la costa todavía la palma es mejor que el aire acondicionado. Una de las hijas vive en Italia, y cuando llegaba de vacaciones, hablando otro idioma ininteligible para mi, yo me preguntaba qué se sentiría ser la visita en tu propia casa. Años después lo supe. Las baldosas del piso brillaban por la mano de la limpieza diaria, y la comida nunca faltaba en la mesa sobre la que reposaba un frutero a rebosar. La prima nos traía regalitos de Roma, y nos explicaba pacientemente los lugares que debíamos visitar sin falta cuando fuéramos, y añadía, que por obligación debíamos ir hasta Florencia a la Galería Uffizi, porque si no entonces era un viaje perdido. La tarde caía siempre con olor a café, y nos sorprendía la noche, que cruzaba la esquina con la rapidez de un relámpago para sumergirnos en el verdadero color del mundo. Había que apurarse para llegar a mi casa, que apenas estaba cuatro casas más bajando la calle, un trayecto bastante corto, sin embargo peligroso. En los pueblos, las doce de la noche es hora mala, las brujas pierden a la gente y los demonios acechan a los malportados, y yo claro, tenía miedo, era el precio que pagaba por quedarme escuchando historias hasta entrada la noche. 

Al sur, diagonal a mi casa, vivían los Flores, hacían justicia a su apellido, porque se rodeaban de la cantidad y variedad más absurda de plantas florecidas, desde las más comunes hasta las nunca antes vistas. Aunque esta abundancia era solo de fauna. El padre era mecánico de bicicletas y de motos con averías sencillas, mantenía a la familia con el dinero que ganaba de los clientes que aparecieran en el día. Por suerte en el pueblo siempre había una bicicleta que amanecía con alguna dolencia, o al menos con la enfermedad de la falta de aire, que puede ser fatal para el artefacto, de no ser así no se comía. O sé pedía fiado en la tienda. Era una economía solidaria, después de todo. Con ellos tenía conversaciones interesantes, porque me hacían preguntas interesantes, tipo dónde creía que pasaría la eternidad, o si creía en Dios, eran testigos de Jehová. Por esos entonces no estaba muy claro, no es que lo esté ahora, pero me gustaba llevar la contraria y levantar un poco de polémica. Así que les decía todo lo que ellos no querían escuchar. Fuimos buenos amigos, cuando voy al pueblo nos saludamos con un pálido intercambio de palabras, como si nunca hubiésemos compartido diez años de historia. 

La necesidad de salir fue un aguacero torrencial, de los que caían frecuentemente e inundaban los patios de peces y criaturas marinas. Era la permanente y engañosa sensación de que pertenecía a otro lugar, de que podía estar en otro espacio y con otras personas, y la añoranza de ser alguien más. Me preguntaba si era lo mismo que sentían las mariposas monarcas cuando deciden cruzar el mundo para hibernar al otro lado, o las ballenas que nadan sus maratónicos miles de kilómetros sin parar. Hace poco entendí mi decisión intuitiva de emigrar, no fue provocada por ningún conflicto o crisis, solo por la natural tendencia que tenemos hacia el movimiento. Lo cierto es que nadie te prepara para el nostálgico despertar de no ser de ninguna parte, con el tiempo se rompen los lazos con el lugar de origen, y nunca se terminan de construir con el lugar que te hospeda, es un limbo casi que antropológico, manejado con un sello por el Departamento de Migración o el Ministerio de Relaciones exteriores de cada país. 

Ahora vivo, como la canción de Escalona, en una casa en el aire, las nubes saludan a diario asomándose por la ventana, desde donde se pueden ver los barcos que desafían las leyes de la gravedad y la física para abrirse paso de un océano a otro y ahorrarse el martirio estomacal de tener que darle la vuelta al continente. Con la tranquila certeza de que no pertenezco a ningún lugar. 

 

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Rafael Medellín Pernett
Inquisidor.