Columnista:
Germán Ayala Osorio
Más allá de los intereses de Salvatore Mancuso de salir libre, sus confesiones en la JEP dan cuenta de una profunda degradación moral de sectores claves de la sociedad colombiana: la ignominia tocó a generales, coroneles, capitanes, tenientes, soldados. A dirigentes políticos, presidentes de la república y agentes gremiales, a funcionarios estatales; a grandes empresas, incluidas multinacionales, y a periodistas que se comportaron como estafetas del proyecto paramilitar. Todos juntos, responsables directos e indirectos de masacres, desapariciones, desplazamientos y reclutamientos forzados, de violencia sexual que sufrieron mujeres y niñas, muchas de ellas empaladas por los propios paramilitares.
La pregunta es: ¿Qué pasará? A lo mejor no mucho, aunque esperaría que la justicia transicional, representada en la JEP y la ordinaria, de la mano de las altas Cortes, juntaran esfuerzos jurisdiccionales para procesar a cada uno de los personajes que Mancuso señaló durante estos cuatro días en los que desnudó lo que somos como sociedad: un verdadero lodazal de inmoralidad; una caldera de vanidades y pulsiones malévolas; un siniestro teatro de eticidades en crisis; un escenario caótico en el que se naturalizó el miedo -el terror- de tener que vivir juntos. Un sótano helado en el que conviven las más peligrosas criaturas; las menos evolucionadas en sus sistemas nerviosos centrales.
Cuando Mancuso dice y reconoce que él fue “autoridad”, se confirma la presencia y la existencia de un doble Estado en Colombia: de un lado, el Estado formal al que acuden los ciudadanos a pagar impuestos, a hacer reclamos; y el otro, al servicio de una élite tan criminal como el que hoy acusa y señala a varios de sus miembros.
La frase del periodista que despidió el noticiero diciendo “país de mierda” (el día que mataron a Jaime Garzón) luce diminuta ante la bajeza ética de los involucrados en el crudo relato del confeso criminal.
Malditos todos. Unos y otros traicionaron la confianza de sectores societales que consumieron sus productos y servicios; que hicieron transacciones económicas y acuerdos políticos. Muy seguramente también traicionaron la confianza de sus hijos, esposas, familiares todos. Pero también malditos quienes, desde el Estado, portando un uniforme, agitando una bandera política o simplemente sentados en un frío escritorio, aportaron a la consolidación de un Estado criminal.
Propongo que todos los que Mancuso señaló, salgan a reconocer que efectivamente aportaron, bajo presión o no, al proyecto paramilitar. Hay que convertir cada parque y plazoleta pública en un escenario de reconocimiento de responsabilidades. Todos deberíamos de salir a los parques para encontrarnos en el dolor de reconocer que nos odiamos.
Odiamos a los rojos, indígenas, negros, campesinos; a la derecha, al centro; al apolítico, al crítico, al que no dice nada; al hincha del equipo contrario; al ateo, agnóstico, al cristiano; al homosexual; al heterosexual; al que escribe, al que no; al que lee y al que no; salgamos también a gritar que como sociedad estamos enfermos. Y por supuesto, a decirnos que nos quedó grande construir una nación moderna y civilizada.