Columnista:
Esteban Gil Franco
La «paz total» como una línea transversal del programa de Gobierno, es quizás un eufemismo peligroso para la leve estabilidad del Estado colombiano, puesto que la esencia de esta es la construcción alrededor de esfuerzos precisos para alcanzarla, más no la dispersión desorganizada de los mecanismos estatales que no satisface requerimientos de fondo.
Los procesos de paz, posconflicto y reconciliación se han presentado alrededor del mundo como la única alternativa para cesar etapas de convulsión social, hechos violentos y conflictos armados en cualquiera de sus manifestaciones.
En sus formas más básicas, estos procesos son sellados únicamente con la inclusión de un compromiso del cese de hostilidades o actos delictivos, que no garantiza la reparación, la reconciliación, la no repetición, entre otros factores que se han hecho cada vez más necesarios para cumplir a cabalidad con los estándares internacionales de protección de derechos humanos y permitir una transición hacia una paz estable y duradera.
Países como Sudáfrica, Guatemala, Nepal, Indonesia, El Salvador, Burundi, Sudán del Sur, entre otros, se han visto en la necesidad de establecer acuerdos de paz que permitieron acabar con el apartheid, monarquías, dictaduras, conflictos con guerrillas y grupos armados organizados. Aun así, se consolida como una realidad el hecho de que ningún proceso de paz, incluyendo los anteriormente mencionados, es perfecto o comprende una totalidad desde su forma en razón del tiempo de implementación, pues la paz no es en su esencia completa o parcial, sino que es un punto medio comprensivo de las realidades sociales e, incluso, de los hechos generadores del conflicto en sociedad.
En Colombia, el conflicto se ha establecido como una realidad presente y constante incluso desde las poblaciones precolombinas. La paz, por otro lado, se ha visto después de complicadas etapas de conflicto, desde la emancipación de los criollos ante los españoles, el pacto bipartidista entre Liberales y Conservadores e, incluso, la Constitución Política de 1991 como herramienta para cambiar la relación del Estado con la población después de la profunda violencia política y social que trajo consigo el narcotráfico.
No conocíamos de un proceso de paz tan exitoso hasta el que se presentó a partir del 2011 con las FARC-EP, el cual se situó en la Habana, Cuba y fue sellado en 2016. Este le permitió al país comprender a profundidad los altos y bajos de lo que es sentarse a negociar con un grupo armado al margen de la ley. Del mismo resultó un Acuerdo de 6 puntos estructurales de los cuales derivan una amplia serie de compromisos de ambas partes.
Aunque parezca obvio, este tipo de esfuerzos requieren principalmente de la voluntad de las partes involucradas para cumplir no solo con las negociaciones, sino también con los puntos pactados que, sin duda, implican concesiones en el proceso, siempre en línea con un marco jurídico responsable con las partes y víctimas del conflicto.
Es a partir de este precedente donde una buena parte de la Ley 2272 de 2022 de «paz total» comprende aristas preocupantes, no por el hecho de buscar la paz, sino por la forma en la cual el actual Gobierno del presidente Gustavo Petro espera lograrlo.
Quizás su apuesta más amplia y, a la vez peligrosa, está en la posibilidad de aperturar múltiples procesos de paz y sometimientos a la justicia de grupos armados organizados y guerrillas, lo cual —tal y como lo señaló Jorge Mantilla, director del área de Conflicto y Violencia Organizada de la Fundación Ideas para la Paz, a través de InSight Crime, uno de los periódicos académicos dedicados al análisis de riesgos en materia de seguridad de los Estados— haría «probable que la violencia disminuya en el corto plazo, pero si estos procesos no llegan a feliz término, o hay fenómenos como la fragmentación de los grupos, pensando en unas eventuales disidencias, estos fracasos están seguidos por escalas muy altas de violencia».
Gustavo Petro ha recalcado que sus intenciones están enfocadas en extender esta iniciativa a todos aquellos grupos armados al margen de la ley que deseen someterse, pero no se ha profundizado en los medios, el reconocimiento de sus condiciones ideológicas o políticas que generaron su establecimiento e, incluso, las oportunidades que el Estado se encuentra dispuesto a ofrecer en dichos marcos.
Lo que agrava más la situación, es que una vez retomada la mesa de negociación con el Ejército de Liberación Nacional (ELN), que fue suspendida por el expresidente Iván Duque, el actual Gobierno ha dado graves pasos en falso que han puesto no solo la estabilidad de los diálogos en juego, sino también la seguridad del Estado al reconocer —por ejemplo— al inicio del presente año, un cese al fuego bilateral del que nunca tuvo conocimiento el ELN o el Ejército Nacional.
A pesar de lo anteriormente mencionado, es de recalcar que en esta reposan asuntos más que necesarios para el cumplimiento del Acuerdo de Paz de La Habana, como el Servicio Social para la Paz, programa enfocado como una alternativa al servicio militar obligatorio al que los hombres se encuentran obligados a prestar en el país.
Consecuentemente, la «paz total» deberá ser reconocida con plena responsabilidad de cada una de las acciones, especialmente llevadas a cabo por el actual Gobierno del presidente Gustavo Petro, en vista de que la imperfección, que hace parte natural de todo proceso, no se torne en un medio permeado de egos a través del cual la violencia continúe perpetuándose sobre nuestro país, que necesita estabilidad con urgencia.