Columnista:
Germán Ayala Osorio
En el ocaso de su vida y vestido de civil, el general en retiro, Jesús Armando Arias Cabrales, escuchó los reclamos y súplicas de los familiares de los desaparecidos del holocausto del Palacio de Justicia, ocurrido en 1985. En la escena en la que fue confrontado por los dolientes, Arias Cabrales se vio cansado y abatido por el proceso penal que no solo le arrebató su libertad, sino que redujo a cenizas la altivez y la arrogancia de un general que, en aquellos años 80, creyó que estaba, junto al coronel Plazas Vega, defendiendo la democracia.
La Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) es la jurisdicción en la que comparece Jesús Armando Arias Cabrales en calidad de victimario. Los magistrados de ese Alto Tribunal esperan que el condenado por la justicia ordinaria aporte al esclarecimiento de lo que sucedió esos fatídicos 6 y 7 de noviembre de 1985. Después de la audiencia, el general (r) insistió en que él también es víctima del holocausto del Palacio de Justicia.
El gran error de Jesús Armando Arias Cabrales y, del coronel Alfonso Plazas Vega, entre otros oficiales que participaron de la retoma del Palacio de Justicia, fue reducir la democracia a la recuperación de un edificio. Apostados en la trinchera de la Doctrina de Seguridad Nacional, estos y otros tantos oficiales, decían defender la democracia, mientras hacían todo para consolidar un infame, mafioso, criminal y peligroso régimen de poder.
Después de casi 40 años, estos mismos soldados son testigos de que el régimen democrático que juraron defender sigue casi igual. Al final, el país entendió que el objetivo militar y político de los militares no era arrancar de las garras de los secuestradores a los secuestrados, sino darle un golpe contundente a esa estructura subversiva que tantos dolores de cabeza les había producido: el M-19. Tanto el general como el coronel en mención, jamás les perdonaron a los líderes de esa guerrilla el haber cavado un túnel y el hecho de extraer del Cantón Norte por lo menos 5000 armas.
Del carácter tropero con el que asumió los operativos de los que hizo parte Jesús Armando Arias Cabrales, incluido por supuesto el que provocó la muerte de los magistrados y demás empleados que se encontraban en el Palacio de Justicia cuando guerrilleros del M-19 irrumpieron en la edificación, poco queda en el ex alto oficial: se ve desvalido, como cualquier anciano de caminar cansino y con una vida pública menos expuesta.
Eso sí, fue ese carácter tropero el que dio inicio al más garrafal error que cometieron los militares, compañeros de Arias Cabrales. Los uniformados oficiales cayeron en el grave error de quemar el edificio con el claro propósito de desaparecer evidencias; en ese momento, quizás pensaron en que de alcanzar la gloria militar, ello impediría o evitaría la acción de la justicia. No podemos dejar de señalar el error que cometieron los guerrilleros al secuestrar civiles y al no haber previsto la reacción violenta del Ejército en la retoma del edificio. Al final, unos y otros cayeron en la trampa retórica de creer que estaban defendiendo la democracia.
Sin sus medallas e insignias y, con el peso de los años, un general en retiro es un civil dócil. ¿Qué es un general desnudo?, se preguntaba la abuela de Facundo Cabral. Y sí, Arias Cabrales debió haberse sentido desnudo frente a los civiles que muy seguramente despreció durante su larga carrera militar. Sin su sable, sin su pistola y, sin subalternos a la vista, el procesado general se vio desnudo, desprovisto de la soberbia de quienes creen que al portar un uniforme, un arma y estar iluminados por uno, dos, tres o cuatro soles, la senectud se puede evitar.
Al ver las imágenes de Arias Cabrales, la respuesta a la pregunta qué es un general desnudo, es esta: un hombre común y corriente, sin gloria y, al parecer, sin memoria para asumir las responsabilidades que como comandante debería de afrontar por la desaparición de por los menos 10 civiles, así ese delito haya sido cometido por sus subalternos. En cualquier caso, Arias Cabrales es responsable por acción u omisión.
Los guerreros son guerreros no tanto por su fiereza, sino por lo que representa llevar un uniforme en una sociedad que aprendió a amar la guerra; en el ocaso de sus vidas, esos mismos guerreros, despojados de su indumentaria, son viejos lobos solitarios en una sociedad en la que envejecer no es sinónimo de sabiduría, sino de tragedia, angustia y desnudez.