Columnista:
Germán Ayala Osorio
El estallido social en Colombia dejó ver, con inocultable claridad, un odio entre clases, fruto de la combinación entre clasismo y racismo, dimensiones estas en las que están ancladas las negativas maneras a través de las cuales hemos construido las relaciones sociales, económicas y políticas.
De igual manera, de ese convulsionado contexto brotó también la animadversión hacia los jóvenes, especialmente hacia los más pobres, expresada por policías pobres que los asesinaron, torturaron y desaparecieron, en cumplimiento de las órdenes emanadas por el entonces presidente Iván Duque y los comandantes de la Policía y el Ejército, Jorge Vargas y Eduardo Zapateiro. La animadversión hacia los jóvenes (pobres, por supuesto), también fue agenciada por sectores de la derecha, acostumbrados a excluirlos, a reclutarlos para la guerra, adoctrinarlos o para controlarlos con migajas o con medidas policivas de control territorial de las zonas periféricas de ciudades como Cali, Medellín y Bogotá.
Con, y bajo esas circunstancias, triunfó Gustavo Petro, un político rebelde que, como presidente de la República, no solo legitima la protesta social, sino que se atreve a señalar al Estado como asesino por los 6402 jóvenes pobres ultimados por miembros del Ejército, presionados por los altos mandos que seguían las exigencias del entonces presidente Álvaro Uribe Vélez, consistentes en «entregar más y mejores resultados operacionales».
Petro, además, reivindica y reconoce el papel fundamental que los jóvenes jugaron en la contienda electoral que lo llevó a la Presidencia. Al no olvidar su origen y sus luchas desde temprana edad, Gustavo Petro busca consolidarse como una figura a seguir, un modelo a emular por parte de los jóvenes.
Con la apuesta presidencial de pagar la deuda social y política con una parte de los jóvenes de la «Primera Línea», convirtiéndolos en gestores de paz, Petro no solo le enrostra a la derecha el clasismo y el racismo que han aupado de tiempo atrás, sino que saca de la burbuja política el concepto de paz. Eso sí, corre un enorme riesgo: que las gestiones de paz que vayan a adelantar esos nuevos agentes se conviertan en una efectiva manera de dilatar en el tiempo los procesos penales en los que están inmersos los jóvenes.
Por ello es importante que las universidades los acojan con el firme propósito de formarlos académicamente. Hacerlo de esa manera podría aportar a la construcción de unas relaciones sociales ya no fundadas en el clasismo, el racismo y el odio derivado de esa perversa combinación de discursos y decisiones de clase.
Urge entonces acoger a esos muchachos para integrarlos a la sociedad y formarlos para que desde sus barrios ayuden a desactivar el odio que enceguece a quienes por largo tiempo han sido excluidos y estigmatizados por una sociedad clasista y racista.
Insisto en que la libertad provisional de los gestores de paz debe ir acompañada de un programa de formación que incluso sirva como forma de reparación por los daños ocasionados al mobiliario urbano durante los enfrentamientos con la Policía.
Quienes criminalizan la protesta social lo hacen porque le reconocen al Estado una legitimidad que no tiene, justamente, porque ha sido operado por quienes desde el uribismo odian a los jóvenes, en particular, a los pobres y a los estudiantes de universidades públicas y privadas que se han atrevido a salir a las calles a exigir el cumplimiento de sus derechos.