Columnista:
Germán Ayala Osorio
Que el narcotráfico sea una actividad que permea la economía, las relaciones sociales y, la operación misma del Estado, constituye una verdad incontrastable para Colombia. Y derivada de esa circunstancia, hay que aceptar que a millones de colombianos los guía un ethos mafioso, lo que ha naturalizado la corrupción y todo comportamiento, contrario a la ley.
Es tal el grado de penetración social, política, económica e institucional de los valores de los narcotraficantes, traquetos y lavaperros, que hay funcionarios y exfuncionarios que actúan como tales o desean vivir en medio de los lujos y excentricidades propias de esos degradantes referentes de la legalidad y de la ilegalidad.
Trascendió hace unos días que el general (retirado) de la Policía, Rodolfo Palomino, recordado por el escándalo mediático de la «comunidad del anillo», disfruta de una propiedad que el Estado le quitó al narcotraficante alias «Pedro Orejas». Dicho inmueble se lo entregó en arriendo la Sociedad de Activos Especiales, SAE, según reconoció su exdirector, Andrés Ávila.
Estamos ante un suceso cultural (moral y ético) que claramente confirma dos hechos incontrastables: el primero, que la lucha contra el narcotráfico y sus bienes ilícitos no tiene mayor sentido porque las propiedades expropiadas terminan regresando a la mafia, terminan abandonadas o lo que es quizás peor: haciendo parte de un entramado de corrupción política (mafias legales) de la que hacen parte políticos y sus familiares.
Y el segundo hecho tiene que ver con la evidente admiración que por lo ilegal y lo ilícito sienten personajes como el general Palomino, uno de los tantos estandartes de la lucha oficial contra los narcotraficantes. Disfrutar de un bien inmueble, fruto de una actividad delincuencial, solo se explica por la atracción que se puede sentir hacia la vida y los gustos de asesinos y narcotraficantes.
Aquí no está en discusión la legalidad del contrato que firmó la entidad que representa Palomino. Lo que se pone en cuestión es el objeto mismo de la transacción que no es otro que el de gozar de un bien de un narcotraficante. Además del gusto por lo ilegal, al parecer, hay un morbo especial por disfrutar de fincas y/o apartamentos en los que quizás los narcos cometieron o planearon sus fechorías.
Debe haber algo especial en la psiquis de quienes buscan comprar vehículos en remates o arrendar apartamentos o fincas y otras pertenencias de famosos traquetos. Es posible que en el fondo, quienes tanto persiguen a los narcotraficantes, sientan una especial atracción hacia estos nocivos personajes no solo por el poder económico y político acumulado, sino porque representan el cumplimiento de unos deseos infantiles, medianamente truncados al optar por vivir dentro de una legalidad cuyos límites con lo ilegal cada vez son más borrosos.