Columnista:
Lorena Arana
El 3 de julio de 2017 lo conocí afuera de una discoteca. Tuve el primer ataque de pánico y llevo más de 5 años preguntándome, como diría Víctor Manuelle, qué habría sido de mí sin él y sin los 2 años y medio que siguieron a esa noche.
Es que cómo salí de ahí es una de las historias más apasionantes que he vivido y, claro, de lo que más he sacado provecho; así, «con lágrimas de sangre», dirían, con mucho, mucho, miedo; precisamente, como más vale la pena.
Primero, la psicóloga. Yo, que estuve medicada 8 años, aproximadamente el tiempo que mantuve un trastorno alimenticio, jamás había sentido que necesitara ayuda, ni valoré tanto aquella profesión; hasta que, una noche, más o menos a mediados de aquel julio, me sorprendí llamando al seguro médico; solicitando, con urgencia, que enviaran un psicólogo a mi casa; en tiempos prepandémicos, cuando mi solicitud era completamente inadmisible.
En la terapeuta encontré con quién cargar el peso, o así lo sentí, un baldado de agua fría cayendo en la mente calurosa, un descanso, un proceso, una compañía imaginaria cada día y cada noche, un consuelo.
Ella me trató con la Terapia Cognitiva Conductual. Me enseñó a decodificar los pensamientos, las emociones y los miedos; para moldearlos desde la base. Me mostró que la solución no era ajena, sino que estaba dentro de mí. Hacía falta mucho. Sobre todo, tiempo; pero me transmitió tal certeza, la más importante: que ahí estaba. Y así llegamos al final; porque, para mí, profesional y paciente son solo dos perspectivas distintas que cuentan la misma historia.
Hasta tiempo quedó para liberarme de la fobia a los ascensores que me atormentó por 7 años, desde que mi padre tuvo cáncer, antes de partir.
Me volví más empática con la salud mental, me trajo un montón de conocimiento, videos, libros, lecturas. Reseteó mis prioridades. Comprendí que los trastornos de este tipo, emocionales, siempre tienen un trasfondo. Son gritos de auxilio del ser implorando un cambio. Me impulsó, me llevó lejos de donde estaba aquel 3 de julio. Me enseñó a meditar, a dejar de fumar, desapareció el trastorno alimenticio, dejé de comerme las uñas, confié más en mí, vi que era valiente. Empecé a entrenar, me mostró el valor de la familia, de los verdaderos amigos. Me dijo un secreto: que hay que ser feliz hoy, con lo que tenemos hoy.
Aparte de todo lo que escribí… Gracias a Dios, porque regresé a la iglesia, me volví fan. Trajo bien la ansiedad y un día, lejos de Colombia, comprendí que ya no estaba. Recuerdo esa sensación como si hubiera sido ayer: física libertad.
Van casi 3 años, no digo que de paz y tranquilidad porque la realidad es voluble, cambiante. Eso lo sabemos. Sin embargo, se siente tan diferente. Es como habitar otro mundo. Volví a nacer conocedora de cosas que, en la vida, hubiera imaginado aprender de tal manera y que se resumen en saber volver a uno mismo, en procesar las emociones, ver que estas son normales y los pensamientos solo eso: pensamientos.
Conocedora no, en proceso; porque, continuamente, estamos aprendiendo y la vida nos toma la lección.
Construí una caja de herramientas que siempre llevo en mi cabeza. Fue un camino intenso, duro, pesado; pero bueno, al fin y al cabo.
A propósito, el 10 de octubre fue el Día Internacional de la Salud Mental, así que aprovecho para enviar un mensaje a todos los diagnosticados que la luchan y la sufren: Todo va a estar bien. Esto también pasará. Contarás tu propia historia. Eres valios(o)(a)(e) y fuerte por llegar hasta acá. Confía, que podrás de aquí para allá.
Y ahora me pongo a pensar aquí, terminando esta columna, sobre todo lo positivo que me trajo la ansiedad. Sin embargo, me pregunto: ¿De qué estoy hablando? ¡Si, todo el tiempo, la ansiedad fui yo!