Columnista:
Julián Bernal Ospina
Piense, querido lector, que no vive ahora; que vive en el pasado, hace diez años, hace doce. Ahora imagínese oyendo que en ese entonces alguien dice que Gustavo Petro será presidente. ¿Qué diría usted en ese momento? ¿Le hubiera parecido algo más que un mal chiste o una estupidez? Ahora piense en este hoy que vivimos, en este presente inagotable —a veces intolerable—, y proyecte quién sería alguien que nunca podría llegar a la Presidencia.
¿Cómo sería, por ejemplo, ver al bachiller Ernesto Macías en su primera alocución presidencial, diciendo, una vez más, que todo lo malo es culpa de Santos y todo lo bueno es gracias al semidios Uribe? ¿Cómo sería, todavía mejor, que quien es importante por ser pariente de todos, el cara de no inteligente, el escaso de ideas que casi quedó de último en las elecciones presidenciales y a quien casi le gana Íngrid Betancourt que ya se había retirado de la contienda, Enrique Gómez Martínez, dijera con el ademán de preocupación que lo caracteriza siempre que habla, después de un consejo de ministros en Popayán, que no tolerará ninguna afrenta contra las Fuerzas Militares y bla, bla, bla?
Todo es posible. Todo. Si vemos hoy a Mauricio Lizcano firmarle documentos a diestra y siniestra a Petro; cargarle la maleta feliz y contento; subir fotos con él agradeciéndole por celebrarle el cumpleaños, cuando la cara de Petro en esa foto es de todo menos de celebración.
Si vemos a los Roys, a los Alfonsos Prada, a los Luisfernandos Velasco defender a su transitorio presidente y líder supremo a capa y espada como si siempre hubieran creído en él. Si vemos al Partido Conservador declararse partido de gobierno, y con ellos al Partido de la U, al Partido Liberal, cuyos líderes han visto a la izquierda con cierto desprecio elitista y con desconfianza ideológica. Si todo esto lo vemos ahora, todo es posible, querido lector. Todo.
Como dice este dicho que me acabo de inventar: lo único claro en la política es que nunca termina de sorprendernos. No solo se trata de estas volteretas según el viento de los gobiernos, de los presupuestos y de los puestos y cargos del Estado. A la política llegan, como lagartos al agua, quienes difícilmente hubieran servido para otra cosa que no sea para negociar puestos, plata y votos debajo de la mesa; buenos para decir justo lo que el otro quiere escuchar; buenos para darse los pantallazos suficientes que les permitan posar de pulcros e intachables estadistas. Ahí aterrizan y encuentran su lugar predilecto, su espacio cómodo, su futuro laboral. Yo los entiendo. ¿De qué otra cosa vivirían?
En la universidad teníamos un amigo que era el más hablador y el más astuto, poco interesado en libros y el más interesado en las fiestas, quien pasaba raspando las materias y quien repitió varias veces una. Ese amigo, solo a punta de irrupciones, de saber qué decirle a quién en el momento justo, de movimientos estratégicos y estridencias, es hoy alcalde de Manizales. ¿Nos sorprende? No nos sorprende. Ahora el alcalde es con Lizcano el más petrista de los petristas, cosa que también es motivo de una gran sorpresa, cuando en sus inicios políticos aquel hasta le rehuía al nombre de Petro. ¿Quién será, entonces, la próxima sorpresa? No lo sé. Lance los dados, haga proyecciones, invéntese escenarios, querido lector, no vaya ser que lo coja la realidad y le dé tres vueltas y ya no sepa cómo comprenderla. Justo como me pasa a mí. O, incluso —una posibilidad no recomendada—, pueda ser que hasta yo termine diciendo lo que dicen todos los políticos tradicionales: “¡Vamos a derrotar la política tradicional!”.