Columnista:
Germán Ayala Osorio
Nadie discute que efectivamente los actores armados, legales e ilegales, que se enfrentaron militarmente en Colombia, se degradaron al máximo, hasta el punto de que sus objetivos misionales sufrieron una inocultable desviación. De allí nace la expresión “el conflicto armado interno colombiano se degradó”. Lo que se puede discutir de esa sentencia es si dicha degradación solo se dio por las circunstancias mismas que el conflicto armado generó y que le permitieron su extensión en el tiempo, o si, por el contrario, esos cambios comportamentales y misionales de los ejércitos enfrentados se dieron en virtud a una baja formación ética y moral precedente, no solo de los combatientes, sino de los civiles no combatientes que los apoyaron económica, social y políticamente.
La extensión en el tiempo de las hostilidades, la penetración del negocio del narcotráfico y, la presión del ethos mafioso socialmente naturalizado, sin duda aportaron a la conversión de muchos de los miembros de los ejércitos enfrentados, en temibles sicarios, secuestradores, abigeos, depredadores sexuales y traquetos. Todos esos cambios, acompañados por sectores de la sociedad y de la sociedad civil, cuyas actuaciones ya venían con una baja eticidad y una baja altura moral colectivamente compartida.
Todo lo anterior sucedió en el marco de un Estado y de una democracia disfuncionales desde la perspectiva teórica, razón por la que no había desde la institucionalidad estatal y, desde la experiencia democrática, un deber ser de las cosas que les pusiera límites a los guerrilleros, a los paramilitares y a los militares.
En el Informe de la Comisión de la Verdad se lee lo siguiente: “Llama la atención que en Colombia las masivas violaciones de derechos humanos sucedieron en un país democrático, con elecciones libres, una estructura del Estado con división de poderes, leyes garantistas y medios de comunicación independientes” (1.3.2, p. 51). Dice mucho de la nación colombiana que el comportamiento criminal de los actores armados no solo se haya extendido en el tiempo, sino que se advirtiera que detrás y, a pesar de las hostilidades, había una institucionalidad que le servía a la guerra y otra, que se servía de la guerra.
Por todo lo anterior, hablar, pensar y hasta diseñar escenarios de posconflicto y de disímiles formas de paces, sucede de manera urgente por revisarnos como sociedad, como seres humanos. La guerra, como enfermedad, solo se cultiva y se propaga en sistemas sociales en los que el desprecio por el otro se ha naturalizado. El odio al que piensa diferente y al diferente, fue y, sigue siendo, la cepa que hace que esa enfermedad de la guerra aún esté presente en Colombia.
Hasta tanto no logremos aceptar que como sociedad estamos enfermos y, que como individuos necesitamos someternos a procesos de resocialización y de comprensión de las ideas liberales, la construcción de las paces y del posconflicto será una quimera.
En el Informe de la Comisión de la Verdad se propone, quizás no una salida, pero sí un inicio a esa necesidad de avanzar hacia un norte que haga posible que seamos una sociedad moderna, civilizada y poco proclive a resolver las diferencias y los conflictos a las malas, a las patadas, o eliminando al contradictor o diferente a mí.
Dice el documento: “Es imperativo que en Colombia se instauren elementos de una ética civil que tenga un referente unificador en la dignidad humana y en la armonía con la naturaleza que realce el valor de la vida, y que el reconocimiento del otro y la verdad sean pilares del diálogo democrático. Ese diálogo no dictado por sabios, sino como si fuera una ley aceptada e incorporada en la identidad misma de las ciudadanas y ciudadanos colombianos, independientemente de las etnias, el género, la religión, el agnosticismo, el ateísmo, las clases sociales y las diversidades culturales. Una ética de la responsabilidad que no se apropia solo de los actos, sino también de las consecuencias sociales de los actos, y en tal sentido es distinta de las éticas de intereses (el dinero, el poder, el prestigio) o de las éticas de principios que se ponen por encima de la gente” (1.4.3., p. 81-82).
Mientras cada uno de nosotros no actúe, en lo público y en lo privado, bajo unos mínimos éticos, como sociedad no podremos resolver los problemas y los conflictos de manera civilizada. Seguiremos matándonos y agrediéndonos unos a otros.