Columnista:
Germán Ayala Osorio
El régimen colombiano logró, con la ayuda de las empresas mediáticas, posicionar la narrativa que indica que “Colombia es la democracia más antigua de América Latina”. Y como correlato, se insiste en la idea de que los militares siempre estuvieron y lo están aún sometidos al poder civil, contrario a lo que sucedió en Uruguay, Argentina, Paraguay y Chile y otras experiencias dictatoriales acaecidas en este hemisferio. Por ello, historiadores oficialistas advierten que en Colombia no tenemos experiencias de rupturas constitucionales e institucionales a partir de golpes militares. Los mismos agentes de la historia ponen un asterisco para el caso de la “dictadura” de Rojas Pinilla. Lo que no dicen esos mismos escribanos institucionalizados es que la democracia colombiana es meramente electoral y procedimental.
A raíz de la grotesca y amenazante participación en política del general Eduardo Enrique Zapateiro Altamiranda, el ruido de sables y el real sometimiento al poder civil de los uniformados, ponen de presente esa mentirosa tradición democrática, por cuanto en los gobiernos de Turbay Ayala, Uribe Vélez e Iván Duque Márquez, militares y policías jugaron un papel negativo por la violación de los derechos humanos, la persecución a todos aquellos que denominaron como parte del “enemigo interno”.
Zapateiro Altamiranda advirtió a Petro y al país entero, que “quedan adentro de la institución muchos Zapateiros”, frase lapidaria con la que confirma no solo su odio hacia el candidato presidencial del Pacto Histórico, sino la existencia de una red de oficiales, suboficiales y soldados, dispuestos, por lo menos, a desconocer la autoridad de Petro Urrego, si llegare a convertirse en presidente de la República y por tanto, en comandante supremo de las fuerzas armadas.
No estamos solo ante un general altanero y lenguaraz. No. Por el contrario, Colombia está ante una actitud desafiante que, de acuerdo con lo dicho por el propio general, bien podría alcanzar el carácter institucional con el que sería posible desestabilizar el país e incluso, provocar un peligroso quiebre en la institucionalidad democrática. A pesar de la violencia discursiva y su participación en política de Zapateiro, solo salieron a rechazarlas agentes políticos, mientras que agentes sociales y económicos de la sociedad civil, como empresarios e industriales y la Academia, guardan cómplice silencio. No está el país para mirar de soslayo lo dicho por el tropero general. Baste con ir al pasado y recordar a los gobiernos de Turbay Ayala, Uribe Vélez y Duque Márquez, para entender lo peligroso que resulta no tener quién discipline a los generales.
El Estatuto de Seguridad de Julio César Turbay Ayala fue la patente de corso que les dio el presidente liberal a los militares de la época para perseguir a sindicalistas, profesores, intelectuales, escritores y periodistas críticos del gobierno y del régimen. Fue, sin duda, un régimen de terror que se acercó al que vivieron argentinos, uruguayos o chilenos.
Luego vendrían los aciagos 8 años de la Seguridad Democrática de Álvaro Uribe Vélez, quien además de extender los alcances y correr los límites éticos y morales de la patente de corso de los tiempos de Turbay Ayala, lideró operaciones militares, pervirtió el honor y la mística militares y se dispuso a privatizar la operación de policías y militares, lo que supuso un envalentonamiento de los hombres en armas, en particular, el de oficiales de alta graduación. Así, la reacción de Zapateiro es el fruto de esa relación maliciosa y desinstitucionalizante que estableció el 1087985 con sus subordinados, los mismos que manejó como su ejército privado.
Con la llegada de Iván Duque Márquez, el ungido del sub júdice hijo de Salgar, las fuerzas militares y de policía continuaron operando bajo los mismos oscuros principios y orientaciones del Gran Patrón. Aunque hay oficiales retirados que reconocen que la degradación moral de las fuerzas militares y de policía se inició en los años 80, lo cierto es que entre 2002 y 2010, esa inconveniente y preocupante condición se exacerbó, a juzgar no solo por los señalamientos del criminal y depredador sexual, alias Otoniel, que reconoció que el Clan del Golfo operó gracias a generales que harían parte de su nómina, sino por otros casos, como la condena por narcotráfico en los Estados Unidos del general de la Policía, Mauricio Santoyo, entonces jefe de seguridad de Uribe.
Los militares en Colombia no han necesitado dar un golpe militar para imponer la conservadora y en muchos casos anacrónica lógica castrense. Los tres ejemplos de nuestra reciente historia hacen posible pensar que tanto la estabilidad democrática y la sumisión al poder civil devienen falaces, justamente porque el poder civil, representado en la figura del Presidente de la República, viene actuando de la mano violenta y disciplinante de los hombres en armas. Por todo lo anterior, si Petro llega a la Casa de Nariño, tendrá que hacer una purga para sacar a todos los “Zapateiros” que dejó Eduardo Enrique Zapateiro y por ese camino, recuperar a las fuerzas militares y de policía del ethos mafioso que el poder civil logró entronizar dentro de la tropa.