Columnista:
Andrés Arredondo
La poesía o cualquier forma de narrativa o expresión de lo poetizable que incluye literalmente la realidad completa de la experiencia humana, parecen funcionar como un potente instrumento para identificar, canalizar y elaborar diversas problemáticas que se manifiestan como malestar o daño emocional en las personas que han padecido situaciones traumáticas derivadas de las victimizaciones en el marco del conflicto armado u otros conflictos.
Podría decirse que el afectado permanece en una situación de mutismo, pasmo o confusión interna tanto que le impide hilar o, mejor, hilvanar, alguna noción de lo que le sucedió y que ha trascendido a lo que «le pasa». Es como si el acto violento poseyera un utillaje simbólico que lo encausa a que el dolor en el sujeto victimizado funcione como disuasor del discurso que permitiría emprender el lento camino de la sanación a partir de reconfigurar o incluso restituir, de cierta manera, lo que resultó dañado en el trauma.
El sujeto sometido al dolor padece una condición de grafofobia, quinetofobia o parlofobia, etcétera. que lo mantiene como rehén de su propio dolor. En cambio, cuando el cabo del hilo de la narrativa es asumida, el empoderamiento y el autodescubrimiento de sí mismo más allá de las paredes del dolor parecen florecer. Es un acto que no niega lo que ha sucedido, sino que surge como un campo de expresión en lo que lo inenarrable se convierte en descriptible. Es por eso que en el campo del arte o la expresión artística, el sentido de lo estético parece estar siempre más allá de lo simplemente enunciado. La pieza artística es el referente, pero el sentido se construye en la comunidad del sentido particular dispuesto a través de la palabra, el trazo, el sonido, el movimiento o cualquier otro gesto compartido comunitariamente. Se verifica, entonces, un tránsito del dolor individual y la pérdida personal a la asunción de lo que ello significó en el ámbito comunitario y colectivo.
Es famosa la anécdota de lo sucedido en una exposición internacional en París, dos años antes del comienzo de la segunda guerra mundial. Se encontraba en un sitial de honor el cuadro Guernica de Picasso, cuyos expresivos trazos narran la angustia y la muerte de los pobladores del pueblo español Guernica bombardeado por la aviación nazi a comienzos de ese año, como un ensayo general de lo que vendría en la guerra. Dicen que algún oficial nazi merodeaban la exposición y al entrar al pabellón español se topó con la colosal pintura (literalmente, la obra mide 7, 75 metros de ancho por 3, 5 de alto), el militar entre colérico y asombrado se acerca a Picasso preguntándole «¿Usted hizo eso?», a lo que el interpelado responde: «No, fueron ustedes».
La tragedia colombiana en el marco del conflicto armado ha sido protagonista, en primer lugar, de las profundas huellas y el dolor generalizado infligido a través de la historia desde los diversos conflictos, pero también la incapacidad de configurar un relato colectivo que permita poner en algún lugar y dimensionar lo que estos hechos han significado de cara a la construcción del proyecto de país. Ese es precisamente uno de los propósitos de la Comisión para el Esclarecimiento de la Verdad (CRV), cuyo colosal objetivo es pintar ese gran lienzo en el que todos los colombianos nos veamos por fin reflejados, representados e invitados a protagonizar una nueva historia. A asumir un pacto histórico en dignidad, paz y justicia social.