Columnista:
Armando López Upegui
En 1912, en los tiempos gloriosos del «canapé republicano» que presidía don Carlos E. Restrepo, se liquidó La Organización, entidad mutualista y de educación política dirigida por el liberalismo antioqueño y fue cerrado su periódico La Orga, fundado por los hermanos Miguel, Alejandro I.C. y Libardo López Restrepo. Sus prensas fueron vendidas a don Francisco de Paula Pérez, reconocido dirigente conservador quien empezó a publicar en ella el diario El Colombiano, que con el pasar de los tiempos vino a convertirse en el vocero por excelencia de la oligarquía camandulera, ricachona y reaccionaria del departamento.
Pronto El Colombiano se convirtió en una poderosa empresa periodística, de propiedad de una familia muy vinculada, al mismo tiempo, al ejercicio de la actividad política, de los negocios y de la manipulación de la información razones por las cuales se le conoció con el mote de el ‘Patiamarillo’.
En épocas recientes, cuando arreciaba la guerra de Pablo Escobar y los carteles de la droga en contra de la sociedad, el diario El Espectador también nacido en Medellín, libraba prácticamente en solitario una heroica batalla contra la deletérea influencia de los dineros mal habidos en la política y en la vida social. Pero en tan cruciales momentos el periódico El Colombiano supo pasar de agache, como se dice coloquialmente.
Incluso, hubo días en que la consecución de un ejemplar de El Espectador en Medellín era muy difícil y hasta peligroso, por los múltiples atentados del cartel en contra de los distribuidores. El ‘Patiamarillo’ se vio beneficiado por el monopolio informativo en la ciudad.
Ahora, últimamente, cuando se han destapado todos los abusos y atentados cometidos desde el poder por el régimen infame que imperó en el país entre 2002 y 2010, el «decano de la prensa antioqueña» como lo llaman pomposamente sus áulicos, se mantuvo más callado que un pez.
En efecto, la pluma tan ágil del periódico conservador para denunciar a quienes, por estos días, se salen de los cánones del respeto por la libertad de prensa y osan atacar a la que escruta sus actos, no produjo un solo editorial condenando las escuchas, interceptaciones o «chuzadas» contra los periodistas independientes de este país. No dijo nada de la persecución desembozada que ese régimen nefando desató contra la Corte Suprema de Justicia. El Colombiano, por ejemplo, guardó riguroso silencio frente a la asechanza que se desató desde el poder contra columnistas limpios y valientes como Fernando Garavito, quien tuvo que exilarse en el exterior donde un sospechoso y conveniente accidente de tránsito silenció su pluma para siempre.
Como tampoco han dicho nada sus editoriales respecto de los asesinatos execrables de miles de jóvenes inocentes conocidos como «falsos positivos», ni de las investigaciones que adelanta la administración de justicia por la participación del jefe de aquel vil gobierno en la conformación de grupos armados ilegales –paramilitares– o en la manipulación de testigos. Es que a El Colombiano el autoritarismo que le duele es el que se dirige contra sus intereses económicos particulares, gremiales o de clase, porque, como me decía un magistrado conservador del Tribunal Superior de Medellín hace años: “El Colombiano no es de doble moral, sino que tiene tantas morales como páginas”.
Con su influencia regional, si el celo que El Colombiano ha desplegado para investigar y atacar la gestión del actual alcalde de Medellín, lo hubieran utilizado para denunciar la corrupción, las persecuciones y los abusos del régimen uribista y los de sus válidos (como el exsenador Ramos Botero), es seguro que los resultados electorales en Antioquia hubiesen sido distintos.
De modo que ahora que la Fundación para Libertad de Prensa, secundada ovinamente por el periódico El Espectador, sale a criticar al alcalde de Medellín por el tratamiento que este o sus secretarios le han venido dando al «decano de la prensa antioqueña», lo que están revelando es una gran ingenuidad y un desconocimiento de la historia de este rotativo que ha llegado incluso a censurar a sus propios correligionarios, como lo hicieron un día con Fernando Londoño Hoyos, porque discrepó de la línea oficial trazada por ellos.
Porque la peor censura a la que se puede someter un medio de comunicación es a la autocensura. Y la prensa colombiana en general, pero El Colombiano en particular, han sido los paladines de la autocensura. El «tapen, tapen» que decía Laureano Gómez. Esa ha sido la impronta a lo largo de su historia.
Y es muy significativo que sea precisamente un mandatario local que viene enfrentando al voraz y todopoderoso grupo empresarial antioqueño, en defensa del patrimonio público, el blanco de los ataques de el ‘Patiamarillo’ vocero por excelencia de esa casta.
El alcalde Quintero está lejos de ser perfecto, como todo gobernante comete errores y excesos que se deben criticar y escrutar tanto su gestión como su comportamiento, no faltaba más. De hecho sus actuaciones en más de una ocasión han sido censurables por hacer concesiones al autoritarismo, pero a ese autoritarismo ante el cual gusta de callar El Colombiano.
La libertad de prensa, esencial en la democracia, tiene que ejercerse leal y objetivamente, no como instrumento de chantaje para obtener pauta oficial o para servir intereses politiqueros, gremiales o estamentales. La prensa tiene que decir que el rey está desnudo, sea quien sea el rey.