Columnista:
Pablo Abraham Salamanca Fernández
Hace varios días, algún amigo me mencionó la posibilidad de que alguien, como una exmedallista olímpica, llegara al Senado de la República. Vaya degradación de nuestra política la que tenemos hoy en día, fue algo así como lo interpreto él. Un punto en donde se comprueba que en la política colombiana no están las personas oportunas, sino, por el contrario, en las oportunistas. Me recordó una de las ideas que Ortega y Gasset pregonaba en sus giras por la España republicana del siglo pasado. Según el ibérico, algo como la irrupción de las masas en la cultura tiene como consecuencia el desplazamiento del verdadero valor artístico por piezas sin valor, hechas por y para multitudes confundidas, sin conocimiento de la rigurosidad técnica de una obra maestra y, mucho menos, sin conciencia de lo que para algunos es la finalidad del arte. Un análisis más económico que antropológico.
Si todos tenemos la capacidad de generar piezas culturales, entonces el valor de estas caerá en picada. Con este mismo razonamiento, podríamos asegurar que el que cualquiera vaya a la política hará de esta menos de lo que aun hoy, insignificantemente, significa. Pensamos, en nuestro ideal imaginario, que quienes aspiren a los puntos de regencia han de cumplir ciertos aspectos que consideramos indispensables para optar por estos lugares. Comúnmente les atribuimos inteligencia superior, capacidades económicas inalcanzables y fronteras éticas infranqueables. Esto no es fortuito; nuestros líderes políticos podrían ser los más fuertes, y para escogerlos habría que ponerlos en confrontación a muerte: como gladiadores que demuestren su valía por defender lo suyo. También podrían ser los más inteligentes directamente: que hasta en el Icfes existan límites para delimitar nuestras aspiraciones futuras. Cada quien al nivel de sus posibilidades. Pero ello tampoco sería efectivo, aunque diéramos con seres de inteligencia superior, fuerza extraordinaria o voluntades de hierro
¿Qué nos haría reflexionar que son buenos dirigentes o representantes? Si en las sociedades modernas no necesitamos de gladiadores incapaces de interpretar el confabulado derecho colombiano, mucho menos genios introvertidos incapaces de expresar ideas y transmitirlas de manera clara al pueblo llano. Y ni hablar de la ética y las personas intachables; si debemos de fiarnos de la buena fe de una persona para realizar un trabajo, entonces no estaremos valorando correctamente el valor del trabajo en sí. Hay pocas cosas más endebles que la voluntad humana, y se requiere de más que buenos valores para pretender estar en el centro de las decisiones políticas. Ni en el amor ni en guerra basta con las buenas intenciones; qué será de estas en algo tan salvaje y sentimental como la política, probablemente lo mismo que un gladiador leyendo la constitución y un genio intelectual socializando los aspectos más importantes de una política pública. Y aunque sorprenda, acá hemos vivido más tiempo entre profetas, guerreros y lumbreras del todo, que otra cosa.
No es un tema nuevo, cosa que no le quita la magna controversia que ha generado que alguien a quien solo se le pedía saltar, como si su existencia y utilidad para el conjunto de colombianos se resolviera a eso, llegue a los lugares donde solo los «preparados» han de llegar. Desde aquí ya hay un problema; una tensión más en este mundo de conflictos y contrariedades. Si buscamos candidatos preparados; cualquiera gritará desde el rincón que aquello es la «rosca de las elites».
Algún idealista agregará que todos debemos elegir y ser elegidos, sobre todo que el grueso de la población ha de buscar representantes que, aunque atemorice a los platónicos, los represente. No sujetos ideales, sino individuos cualquiera cuya motivación primigenia sea un sentido de servicio a la sociedad. Que la política debe acercarse lo suficiente a la gente para entenderla y serle de utilidad, guardando las distancias entre lo público y lo privado; no sea que terminemos todos en la dictadura de la igualdad o en la tiranía del mérito. Y, por último, que quienes aspirasen a formar parte del entramado estatal; no han de convenir en formas ideales de inteligencia, estética o ética. Pero no diré más de los idealistas, temo que nos reconozcan.
No entiendo el alarmismo de que otra persona lejana a la esfera política busque un lugar en el Estado, acá ya hemos tenido medallistas olímpicos en el Congreso, locutores, periodistas y hasta actores. En un país tan mal alimentado, es normal que cualquiera con un atisbo de imaginación quiera formar parte de un cambio.
Esperaré con ansias cuando nuestra generación empiece a votar por los influencers que hoy hacemos crecer en redes. Porque sucederá. Y, a priori, no hay problema en que un youtuber, instagramer o tiktoker aspire a un puesto público, al fin y al cabo, también forman parte de ese derecho a elegir y ser elegidos. Empezar por discriminar las aptitudes, ideas y propuestas de una persona por su profesión, solo está unos pasos más allá de haberlo hecho por su piel u orientación sexual. El craso error no esta en qué hace un deportista hablando de financiamiento o desarrollo urbano, de todos modos, solo es una cuestión de aprendizaje. El dilema es que los proyectos políticos tengan que valerse de figuras públicas, reconocidas por otras cosas más allá de las ideas, para apalancar cualquier interés de la ciudadanía. Tan consientes son de la crisis partidista, la desconfianza institucional y la polarización, que prefieren recurrir a la farándula más que a las ideas.
Un país que se mueve más por sus reinas y cantantes que por sus niños o ancianos. La sociedad del espectáculo, dijo Debord. Pero, para qué matar extensamente la mente con cuestiones tan aburridas y superfluas del modelo educativo, las fuentes de financiamiento estatal o el futuro de la globalización cuando podemos llamar al circo, a que hagan tres maromas, traigan dos tres payasos, que asusten o gusten por igual, y todos contentos. El verdadero teatro está en la vida. Me preocupa más vivir en un país donde las elecciones se han parecido más a un clásico de fútbol, que el hecho de que Ibarguen llegue al Capitolio. Por lo menos en el partido sabemos que deben estar quienes jueguen mejor al balón pie, mientras que en una democracia sin ideales sólidos; ¿quién debe salir a dar la cara por el equipo?