Autor:
Juan Grajales
Una majestuosa fuente de vida que nace desde el Puracé y atraviesa siete departamentos hasta sumergirse en el mar de Sucre. Un río imponente del que dependen millones de personas de las comunidades entre la cordillera central y la occidental.
Por desgracia, en este país las fuentes de vida también son el cementerio de las víctimas del conflicto armado, la violencia y las ejecuciones extrajudiciales. En Colombia, las víctimas de la violencia se cuentan por cientos de miles, y tristemente son pocos los lugares del país que no han sido afectados directamente por ella. En el segundo río más importante de Colombia se esconde también una de sus tragedias más grandes, una tragedia que se repite cada pocos días, que tiene sus picos y valles, pero que nunca acaba. Nunca termina.
Algunos de sus casos cobraron relevancia durante las largas y dolorosas semanas del Paro Nacional del 2021, cuando los manifestantes empezaron a aparecer por decenas mientras que al mismo tiempo se empezaban a encontrar cuerpos sin identificar en la cuenca del río Cauca. Un caso importante fue el de Brahian Rojas, que apareció flotando en el río seis días después de confrontar a la Policía en La Virginia, Risaralda, en el primer día del estallido social.
De acuerdo con Caracol Radio y La FM, entre septiembre y octubre de este año se encontraron más de once cuerpos brutalmente mutilados en el río Cauca, entre los departamentos de Risaralda y Cauca. Lo más preocupante es que, de acuerdo con estos medios de comunicación, la misma Policía Nacional estaría intimidando a la población para abstenerse de rescatar o reportar los cuerpos que flotan en el río. Solo en el departamento de Caldas se han recuperado 16 cuerpos del río en lo que va del año.
Una maravilla natural permeada de horrores de principio a fin, una fuente de vida que carga con el peso de los cientos de personas que han encontrado su última morada entre sus aguas cada vez más marchitas.
A finales de agosto de este año, en Antioquia, los familiares de algunas de las víctimas que fueron arrojadas al río ofrecieron flores a sus aguas como un acto de reconciliación, pero, si esto no para, no bastará primavera alguna para rendir homenaje a las nuevas víctimas.
¿Y a quién le echamos la culpa?
¿A los suicidas?, ¿a las bandas criminales? Quizá también parte de la culpa la comparte un Gobierno ineficiente que, más porque no pueda, es porque no le da la gana de tomarse en serio su trabajo. Desestima estadísticas, subestima amenazas y luego minimiza las tragedias. Líos de faldas. Algo debía. No era ningún angelito.
Denunciar en Colombia es como echarle leña al fuego: no solo se obtienen las burlas del Estado, sino que se expone el doble ante los verdugos. Y puede que lo peor de todo no resida en la maldad de los perpetradores, sino en la indiferencia (o hasta en el apoyo) de aquellos quienes justifican el autoritarismo. ¿Qué tienen en el pecho aquellas personas que defienden las ejecuciones extrajudiciales?, ¿qué tan ciego hay que estar para negar lo obvio? A veces parece que las redes de crimen organizado tienen como su mejor aliado al Estado colombiano, a la Fiscalía, a la Procuraduría, incluso a la misma fuerza pública y a varios congresistas.
El tumor de la violencia colombiana es tan maligno que ya ha hecho metástasis en todas partes, con nuevos tumores creciendo por aquí y por allá, alterando los tejidos, asfixiando a la gente. Lanzándolos al río.
¿Quién diría que el segundo afluente de vida de Colombia es también uno de sus más grandes cementerios?
Nadie hará nada.
Aquí nunca pasa nada.