Autor:
Juan Grajales
Los horrores son horrorosos solo cuando están frescos. Cuando recién ocurren. Cuando la sangre sigue líquida y los cuerpos calientes. Luego se enfrían y oscurecen, se descomponen y se olvidan. Y ya no importan tanto. Ya no son horrorosos. El mal de la indiferencia se nos esconde entre los nervios y tendones, entre las carnes y los huesos. Se nos esconde entre pestañas y ojos, entre el iris y la pupila. Y mira, mira, mira. Mira, pero nunca observa. Nunca ve. Solo mira.
Y miramos las bombas en los periódicos, y miramos cómo lloran las madres en televisión, y miramos las cifras de víctimas, y miramos las burlonas explicaciones de las autoridades, y miramos la sangre derramada, y miramos el dolor. Pero realmente no lo vemos. No lo sentimos.
Y no nos importa.
No nos importa y no nos afecta. Son otros los que sufren, son otros los que lloran…, son otros los que mueren. Es ahora y lo fue antes. Crecimos mirándolo a diario en las noticias, algunos fuimos afortunados y no escuchamos los balazos, otros se acostumbraban a fusionar el canto de los fusiles con el de los pájaros.
Muchos empezamos a ver hace poco. Cuando la maldad tocó nuestras vidas, cuando el horror se hizo tan evidente que ya no podíamos esconderlo bajo la alfombra o evitar el tema de conversación durante la cena.
Ahora era en las ciudades. Escuchamos los gritos, llantos y disparos, vimos la sangre fresca sobre sangre seca, olimos el gas lacrimógeno. Vimos horas y horas de vídeos en vivo, de llamados de auxilio, de las manos en alto, de las súplicas, la desesperación, las toses.
Y quizá no es solo el tiempo el que le hace perder crueldad a los horrores, es también la frecuencia con que estos ocurren. Pierden novedad, pierden exclusividad. Pasa hoy lo que pasó ayer. Y antier. Y quizá también pasará mañana, podemos predecirlo, podemos verlo venir. Por eso ya no nos importa. Por eso ya no es tan horrible.
El horror como rutina nos lleva a defender las acciones del estado colombiano. Nos lleva a defender el bolillo contra las pancartas, los disparos contra las denuncias. Y ya no nos sorprende que amenacen periodistas, cantantes y escritores…, ¿quién los manda a meterse en donde no los llaman?, ¿quién los manda a investigar corruptos y narcos?
Y ya no nos sorprende que maten y desaparezcan detractores del gobierno, ¿quién los manda a creerse con derecho a protestar?, ¿quién los manda a firmar la paz?, ¿quién los manda a nacer diferentes en un país en el que todos debemos estar cortados con la misma tijera?
¿A quién le importa que el arbolito del estado comparta sus raíces con el bosque del crimen organizado?
¿A quién le importa que amenacen a los trabajadores para conseguir votos?, ¿a quién le importa que la cobardía y la maldad se disfracen de estado y democracia?
¿A quién le importan los que no volvieron?
¿A quién le importan los que ya no volverán?
Y no pasa nada. Nunca pasa nada.
La indiferencia siempre llega.
La indiferencia siempre gana.