Autor:
Juan Alejandro Echeverri
Que ya no hay nada qué hacer, dicen los expertos. Que no importa qué tanto hagamos porque ya no hay nada que hacer. El 29 de julio agotamos todos los recursos biológicos que la Tierra puede regenerar en un año. La humanidad de hiperconsumo actual necesita 1,7 tierras para funcionar. «Los próximos 5 meses viviremos en deuda con el planeta», según Global Footprint Network.
Las consecuencias las sufre el mundo: en cinco días, 486 personas murieron por las temperaturas extremas en Canadá. A finales de junio y principios de julio, los termómetros en el pueblo de Lytton registraron una temperatura de 49 °C. Más al sur, en la casa del vecino, un incendio de 25 días había incinerado 187 000 hectáreas y un pueblo entero del noroeste de California. El 17 de julio, cuando el incendio llevaba unos cuantos días ardiendo en el tercer estado más grande de Estados Unidos, las autoridades reportaban 153 muertos y más de 1000 personas desaparecidas por las torrenciales inundaciones en algunos pueblos del occidente de Alemania y el oriente de Bélgica. Es «la mayor catástrofe desde la Segunda Guerra Mundial», dijo el gobernador alemán de Ahrweiler, una de las localidades afectadas.
A lo que es motivado y amplificado por la soberana huella humana, suele llamársele catástrofe ambiental. En una foto panorámica del antes y el después de Altenahr, una de los poblados alemanes más afectados, se ven viviendas y carreteras construidas en el meandro del río (la curva que demarca el curso del afluente) y en la llanura aluvial (la zona plana colindante con el río, que reduce la velocidad de las crecientes súbitas, pues hace las veces de esponja y absorbe parte del agua que se llegase a desbordar).
Las consecuencias de la fatiga planetaria también las sufre Colombia: el huracán Iota destruyó el 99 % de Providencia. El río Atrato inundó y confinó a casi 5000 familias chocoanas a finales del año pasado y principios del 2021. En Medellín el agua rebozó hasta los parqueaderos de los centros comerciales. Y la montaña que sostiene la autopista Medellín-Bogotá se desharina por debajo y por encima.
«El nuevo protagonista de la historia mundial es el clima», escribió William Ospina hace unos días en El Espectador. Las evidencias son científicas y taxativas. Sin embargo, el superhombre tecno-robotizado sigue subestimando la naturaleza, alterando el orden lógico de las cosas, y acelerando su extinción.
Las catástrofes provocadas por la hambruna o el regurgitar de la naturaleza parecen cosas que solo le pasan a otros, porque no existen «fuera de las personas que lo sufren», dice Caparrós. Aunque algunos tendrían el dinero suficiente para comprar un planeta si se pudiera, tarde que temprano la catástrofe va a sucedernos a todos, «habrá una ocurrencia creciente de algunos eventos extremos sin precedentes», advertía el informe sobre calentamiento global del que tanto se habló hace unos días.
El cambio climático dejó de ser un pronóstico, una advertencia. Se trata de un hecho, un punto de quiebre. Llueve a cántaros en los que fueron tiempos de verano, hacen calores costeros en donde la gente antes llevaba ruana, y hay una descoordinación entre el cielo y la luna; no les funciona el calendario biológico a los viejos.
Las autoridades del Oriente antioqueño gobiernan contra las evidencias y contra natura. Cornare, la Corporación Autónoma Regional que debería controlar aquellos que contribuyen al colapso del planeta, se comporta como una inmobiliaria ambiental. Si hace más de 20 años la región inundó un pueblo entero para construir la represa de Guatapé, pareciera que ahora es capaz de cualquier cosa.
A los municipios del altiplano se los devoran la sobrepoblación de carros, los edificios y los conjuntos residenciales. Todos saben ganar y sacar provecho de ese insaciable negocio: las cementeras, las constructoras, las fiducias, los especuladores inmobiliarios, las alcaldías que otorgan licencias, y los concejales y alcaldes que amañan el Plan de Ordenamiento Territorial de manera que se pueda construir donde ecológicamente no deberían. Sin darse cuenta, el Valle de San Nicolás, engendra un problema de servicios públicos, y se arriesga a ser más inundable si sigue talando, descargando animales de pastoreo, cubriendo con cemento, o destinando para monocultivos las faldas de sus montañas y sus cerros. En lo alto se deforesta el boque y en lo plano se desvían y se ejerce más presión sobre la ribera de ríos y quebradas. Ni los proyectos inmobiliarios ni las inmensas floristerías que vierten allí sus residuos químicos respetan los retiros de los afluentes.
En el primer repecho antes de llegar al páramo, la minería y las floristerías se expanden; gastan miles de litros de agua que luego devuelven contaminados. A la gran esponja ecológica de la región –el páramo– le ensanchan su frontera agrícola y le talan su bosque paramuno, embrujados por el boom del aguacate hass, el oro verde que en tan desproporcionadas cantidades amenaza la diversidad de cualquier ecosistema. Al igual que las estribaciones del páramo, del otro extremo la política gubernamental quiere convertir las cuencas boscosas que van a dar al Magdalena Medio en unas despensas hidroenergéticas; solo en 2019 Cornare recibió 39 mil millones de pesos gracias a las transferencias del sector eléctrico. Sin recato alguno los ríos son mutilados, y va en ascenso la privatización y construcción de fincas e infraestructuras en las riberas y corredores ecológicos de los afluentes.
Somos parásitos. Demandamos cosas del planeta, y nuestra retribución ecológica es destruir especies únicas que sí tienen una función y una justificación biológica: los pájaros son aspersores de semillas, las arboledas milenarias del Amazonas hacen aire del humo, y los corales y manglares disminuyen el riesgo de los tsunamis y huracanes. Somos parásitos y pensamos como tales. Hacemos todos los esfuerzos –sobrenaturales– por ser una región con mejores interconexiones viales, sin reparar en el deterioro de las arterias ecológicas de las que depende nuestra biodiversidad.
Si el río sufre en su nacimiento, el lamento se escuchará hasta en su desembocadura. Toda acción sobre la naturaleza tiene –a la larga– una consecuencia –muchas veces irreparable. Sacrificar la Tierra por el desarrollo, o por la que Cornare llama «minería sostenible», es un negocio muy costoso. Porque, entre otras tantas cosas, un problema ambiental desencadena en un problema social. Quien altera un ecosistema, altera las formas de vida humana que se albergan y sacan provecho de ese ecosistema. Cuánto nos cuesta entender que la naturaleza funciona con base en fórmulas matemáticas simples y recíprocas.
Imposible negar que hay complicidades compartidas entre la ciudadanía y quienes nos gobiernan. Con desinterés, ambición y egocentrismo, cada quien destruye el planeta a su manera. Pero lo que sucede en la región es un ecocidio, pues «las autoridades» saben las consecuencias de lo que están haciendo e incluso así lo hacen; porque los que saben y sufren las consecuencias se los dicen, y aun así hacen lo que hacen. Pareciera que el poder y el dinero les vuelve tontos. Y al final somos miles de millones sufriendo las consecuencias de las tonterías de unos cuantos tontos.
Desde el protocolo acordado en 1997 en Kioto, cada tanto los «líderes mundiales» hacen cumbres climáticas para prometer cosas que el capital no les deja cumplir, y popularizar términos que solo importan por «lo que niegan». Es cierto que ser conscientes del colapso ambiental no va a evitar que el planeta siga recalentándose. Saber algo, dice Agus Morales, solo «te dificulta el recurso habitual de hacerte el tonto». Al fin y al cabo, como dice uno de los personajes de Luis Miguel Rivas, «todos estamos muertos, lo que pasa es que no nos hemos muerto todavía».
«Las consecuencias de la fatiga planetaria también las sufre Colombia: el huracán Iota destruyó el 99 % de Providencia. El río Atrato inundó y confinó a casi 5000 familias chocoanas a finales del año pasado y principios del 2021. En Medellín el agua rebozó hasta los parqueaderos de los centros comerciales. Y la montaña que sostiene la autopista Medellín-Bogotá se desharina por debajo y por encima.» Qué medidas ha tomado el gobierno Ivan Duque para proteger el medio ambiente y para solucionar las consecuencias del cambio climático?