Columnista:
Germán Ayala Osorio
Me gustó el discurso de Iván Duque Márquez en la instalación del periodo legislativo, este 20 de julio, por una sola razón: da cuenta, con sorprendente precisión, de su carácter, actitud y talante insustancial, mendaz, cínico y provocador. Sin duda, un mal actor (político) en la medida en que la realidad del país no solo lo confronta a él como individuo, sino que devela su miserable figura, solo sostenida por ser el ungido de Uribe Vélez, una especie de Papadoc que nos hace recordar a la familia Duvalier en Haití.
No es que Duque viva en otro país o en una realidad paralela. No. Duque Márquez más que un político, es un actor que, sin haber pasado por casting alguno, recibió el guion de un papel protagónico que viene cumpliendo al pie de la letra. Su papel no era transformar el país, ni abrir espacios a la economía naranja, y mucho menos, cumplir con lo acordado en La Habana o unir a una sociedad que de tiempo atrás viene profundamente escindida. En su actuación, exitosa para el uribismo, jamás se sintió cómodo con esa idea de ser el presidente de todos los colombianos. Por ello, en su papel de malo, como si se tratara de un Sheriff criollo, ordenó a los indígenas que se confinaran en sus resguardos, estigmatizó a los jóvenes, hasta convertirlos en el nuevo enemigo interno, y legitimó la violencia y el terrorismo estatal.
A Duque lo pusieron en la Casa de Nari no para gobernar, sino para simular, y eso lo hizo bien. Simuló que mandaba, que gobernaba, pero todos sabíamos que quien daba las órdenes por Twitter y en el Congreso, era Papá Uribe, su admirado mentor, por el que siente una enfermiza veneración. Aplausos de pie, para este simulador, comediante y advenedizo impostor.
Como actor principal de esa cruel película llamada Colombia, Duque Márquez siguió a pie juntillas el guion que Uribe, como ficha clave del establecimiento, le entregó para que durante tres años mantuviera el rating de su desastrosa administración. En el cine y en la televisión puede haber películas malas, pero entre actores y guionistas suelen defenderse unos a otros. Y el uribismo defenderá a dentelladas la actuación y lo actuado por quien aparecerá en la historia política oficial como Presidente, pero que en la historia no oficial, esa que construyen la prensa seria, intelectuales y académicos críticos, será recordado como un títere, el mismo que la periodista uribista, Patricia Janiot, identificó e incomodó.
A pesar de que Colombia es una película cruel y mal concebida por una élite premoderna, quienes la sufren, salieron a las calles mientras Duque echaba ese discurso lleno de inconsistencias, medias verdades, poroso y ligero. Y los jóvenes marchantes no salieron a aplaudir al Gran Simulador, sino a dejar constancia de su ingrato paso por la teatralidad de un país que se cae a pedazos.
Aunque Duque también podrá ser reconocido como un gran actor de reparto, pues supo repartir la mermelada, los puestos que le exigieron y como jefe de Estado, supo repartir la «violencia legítima del Estado».
Ya queda poco para que Duque se vaya de la Casa de Estudio. Mientras ello sucede, Uribe Vélez hace ingentes esfuerzos para desinstalar los hilos con los que logró hacer que Duque caminara y actuara, para ponérselos a otro actor que sea capaz de seguir el guion. Falta solo que pongan un aviso que diga: «se necesita actor para el rol de presidente. No se necesita experiencia. Solo que sepa simular. Informes aquí en la Casa Estudio (antigua Casa de Nariño)».
Muy preciso el artículo. Seguramente Duque espera ganar «La Naranja Podrida», que es como el Óscar de la perversidad.