Columnista:
Hernando Bonilla Gómez
Se conmemora el 20 de julio un año más del grito de independencia, pero el pueblo colombiano, en esta frágil democracia, si es que la podemos llamar así, sigue pidiendo a gritos la garantía y respeto de los derechos humanos, mientras el Estado nos sumerge en la desgracia, patrocinado por un nefasto partido político que lidera a un sordo e inoperante Gobierno.
A pesar del negacionismo de las autoridades que ejercen el poder en Colombia, es un hecho incontrovertible que en nuestro país existen razones de peso para el descontento general de la población, las que se vienen expresando en las manifestaciones sociales que iniciaron antes de la pandemia y retomaron el 28 de abril del presente año. Aunque se ha criticado que la protesta social no tiene norte porque no existe unidad sobre lo que se reclama y solicita al Estado, la explicación es contundente: es tanta la inoperancia del aparato estatal y tan grande la insatisfacción de la ciudadanía, que son múltiples las causas que originan la reacción social.
En el informe de la última visita de trabajo de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) a Colombia, la organización determinó, entre otras cosas, que existe un amplio consenso frente a las causas de la inconformidad social y señala como principales: «la profunda inequidad en la distribución de la riqueza, la pobreza, la pobreza extrema, y el acceso a derechos económicos, sociales y culturales, en particular, educación, trabajo y salud. Igualmente, los altos niveles de violencia e impunidad, así como la discriminación étnico-racial y de género».[1]
Si un órgano principal de la Organización de los Estados Americanos, encargado de la promoción y protección de los derechos humanos, viene a nuestro país, realiza una visita de tres días y elabora una serie de recomendaciones tendientes a que se revierta la situación actual que se vive en Colombia, «mediante el diálogo efectivo e inclusivo para abordar las demandas legítimas de la población, con el máximo respeto a los derechos humanos y en el marco democrático del Estado de Derecho» [2], algo debe estar haciendo mal el Estado.
No es posible tapar el sol con un dedo, como lo pretenden hacer las autoridades legítimamente constituidas, u ocuparse de la paja en ojo ajeno sin mirar el propio, preocupadas, por ejemplo, por el respeto de la legítima protesta social en Cuba, mientras aquí se propende por la represión para acallarla. ¿Descaro? ¿Cinismo? Creo que sí.
Es obvio que cualquier recomendación que implique un cambio y la no permanencia en el tiempo de un estado de cosas que garantice privilegios o prebendas a unos pocos, jamás será bien recibida por quienes están acostumbrados a gozar de esas concesiones.
La consigna, a lo lampedusiano, de cambiar todo para que nada cambie, permite concluir que los cambios, para no ir tan lejos, en la Policía Nacional serán del color del uniforme, pero no de fondo y por eso la molestia cuando se propone separarla del Ministerio de Defensa para adscribirla al del Interior y, de esta manera, afianzar su carácter civil orientándola hacia la protección del ciudadano y el respeto de los derechos humanos y no en torno a la guerra. Como todo continuará lo mismo, la violación y vulneración de los derechos fundamentales seguirá siendo el pan de cada día cuando los ciudadanos marchen pacíficamente. ¡Pero seguiremos gritando!
Y cuando no es que cambian todo para que nada cambie, le hacen trampa a la Constitución y a la ley. Fue lo que sucedió con la reforma al Código Disciplinario Único que terminó también con otra reforma, pero de carácter burocrático, en la Procuraduría General de la Nación.
La recomendación de la Corte Interamericana de Derechos Humanos en el caso Petro Urrego contra Colombia, que tenía que ver con asegurar la independencia de los operadores disciplinarios en la investigación y juzgamiento dentro de los procesos disciplinarios, y la aplicación del artículo 23 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos (CADH), para garantizar que los servidores públicos de elección popular no fueran destituidos ni inhabilitados por autoridades administrativas, sino por jueces penales; es decir, asegurar el debido proceso y los derechos políticos, terminó en una reforma que le atribuye funciones jurisdiccionales a la Procuraduría General de la Nación, la Ley 2094 de 2021, no solo para investigar y juzgar a los mencionados servidores públicos de elección popular, sino indistintamente a todos. Convirtieron, antidemocráticamente, a los funcionarios del ente de control (autoridades administrativas) en jueces.
La Corte IDH es categórica en señalar que, según el artículo 23.2 de la CADH, para imponer sanciones que impliquen una restricción al ejercicio de los derechos políticos a elegir y ser elegido (como la inhabilitación o destitución) es necesario un acto jurisdiccional (sentencia) emitido por juez competente en el correspondiente procesal penal.[3]Aquí les pareció muy fácil volver a los procuradores jueces y, de esta manera, justificar la creación de nuevos cargos, olvidando que los funcionarios de la Procuraduría jamás podrán emitir sentencias de carácter penal, de acuerdo con lo establecido en el artículo 116 de la C. P.[4]
Y después se preguntan por qué la gente protesta y lleva 211 años gritando por la inequidad, la iniquidad, y la falta de garantía de los derechos y libertades. ¡Seguiremos vociferando hasta que esto cambie!
Fuentes:
[1] Observaciones y recomendaciones de la visita de trabajo de la CIDH a Colombia realizada del 8 al 10 de junio de 2021, punto 2 del numeral I. Introducción.
[2] Numeral 185 de las Observaciones y recomendaciones.
[3]Ver numerales 90 y siguientes del fallo de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, en el caso Petro Urrego Vs. Colombia, de fecha 8 de julio de 2020.
[4] La disposición constitucional establece que a las autoridades administrativas a quienes se les atribuyan funciones jurisdiccionales no les será permitido adelantar la instrucción de sumarios ni juzgar delitos.