Columnista:
Mauricio Galindo Santofimio
A pesar de todo, en Colombia sigue habiendo gente buena. Aunque nos cueste creerlo. Por eso es importante que alguna vez nos dediquemos a recordarla, a darle su lugar en la durísima vida de este país que entierra vivos y deja que la muerte ande.
Son los colombianos, en su inmensa mayoría, los que hacen del país un lugar, en el que, pese a sus incontables problemas, podemos encontrar las más disímiles formas de sobresalir, de hacerle frente a la, muchas veces, dolorosa cotidianidad, de poner en alto ante el mundo el nombre de nuestra patria y de hacer que la nación tenga grata recordación en otras latitudes.
A nuestra Colombia, por desgracia, en cientos de ocasiones, la encasillan y la estigmatizan con calificativos que se alejan de la realidad y que nos dejan muy mal parados y con pésima imagen, pero lejos están de conocer el verdadero talante del colombiano.
De ese que se levanta todos los días a trabajar para hacer una vida y un país mejores, de ese que nos enorgullece por su solidaridad; de aquellos que con sus manos en la tierra nos dan de comer, o de los que nos visten con sus confecciones nacionales.
Y ni hablar de nuestros deportistas, que, verdaderamente, son unos héroes, y que nos han hecho llorar de alegría y de orgullo en otros países, en donde se ha izado con honor y con alegría la bandera y se ha cantado con júbilo nuestro himno nacional.
Las noticias positivas nunca han dado buenos resultados, no dan rating, no venden, y quizás sea por eso que los grandes medios no les apuestan a ellas. Aquí, en nuestro país, desde que uno se levanta, escucha, ve, o lee, informaciones que entristecen el alma, que acongojan el corazón, que compungen la vida, pero no siempre es bueno resaltarlas, aunque nuestro deber como periodistas sea registrarlas.
Porque esa es nuestra labor. Porque guste o no, nos toca decir lo que muchos no quieren escuchar, descubrir lo que varios quisieran que permaneciera oculto, opinar con fundamento, con pruebas, y no solo informar, como muchos equivocadamente creen. Si no fuera por el periodismo, cientos de cosas no se sabrían, cientos de acciones de corrupción, ilegalidades, abusos, asesinatos, no se revelarían.
Porque aquí, en Colombia, ya lo sabemos, pasa de todo. Desde lo absurdo hasta lo insólito, desde lo inhumano hasta lo surreal; desde lo cruel hasta lo humanamente reprochable.
No es más, sino dar algunos ejemplos: un gobierno que desconoce a una organización que vela por los derechos humanos, una lista de compatriotas en boca de la comunidad internacional por cuenta del asesinato de un jefe de Estado (hecho que, por supuesto, habrá que comprobarse), un plan de vacunación que, sin desconocer los esfuerzos de quienes lo armaron, camina a paso de tortuga y deja mucho que desear porque se centró en las primeras dosis y, al parecer, se olvidó de las segundas.
Un país que roba, que mata, que les pone trabas a sus ciudadanos para todo. Un país que alaba la cultura «traqueta», que idolatra a los bandidos, que venera y vota por los políticos que después lo perjudica. Un país de trampas, que toma la justicia por mano propia; un país sin ella para muchos, pero laxa con otros.
Un país que abusa de sus niños, de sus mujeres, de quienes tienen colores y vidas diferentes a las mal preestablecidas por la «gente de bien», un país acorralado por la fría sombra de la muerte, por la gélida mano del odio y del rencor, por la horrible mancha de la pobreza y de la desigualdad; un país que olvida a sus ancianos, que no es solidario con el más necesitado, que persiste en la guerra y en el glifosato, que mira por encima del hombro al desprotegido.
Colombia, que ama a los que mandan a matar para defender sus ideas o sus privilegios. Colombia, que muere de hambre mientras otros con sus riquezas solo luchan por mantenerla y se olvidan del altruismo; ese que muchos dicen tener, pero que ponen como vitrina para llegar al Congreso, a los concejos, a las asambleas o a cualquier otra entidad pública para robar o para figurar.
El país que le hace caso a los influencers más que a la prensa seria, el país que olvida a sus artistas para darle cabida a los mañosos, a los tramposos, a los que engañan y mienten. Ese país de mares y ríos en cuyas orillas se huele la miseria y en cuyas riberas perduran las chozas del abandono.
Este país de jóvenes que reclaman porque no han tenido oportunidades y a los que señalan por eso como guerrilleros, bandoleros y vándalos; ese país que bloquea vías a costa de la vida de otros y sin medir consecuencias. Ese mismo país de delincuentes que destruyen bienes públicos y privados porque dizque hacen parte de la protesta social.
Este, con todas esas cosas, y con muchas más que no quiero ni deseo ahora recordar, es un país que solo se puede entender por su resiliencia.
Por eso, de vez en cuando es bueno que se haga notar que es inmensa la mayoría de gente buena. Los campesinos, los deportistas, los artistas, los domiciliarios, los taxistas, los vendedores, todos ellos y muchos más, que harían inacabable la lista, hacen de Colombia un país que se levanta de las adversidades, los que todos los días nos hacen creer que en él sí se pueden hacer grandes cosas. Y qué tal los trabajadores de la salud en esta época de pandemia. A ellos, muchos les deben la propia vida.
Qué tal los periodistas que han muerto o han sido perseguidos por hacer bien su labor y no por venderse al mejor postor o al mejor político. O los militares honestos y decentes que han honrado su uniforme y su institución, o los policías que hacen lo propio.
O qué tal los buenos políticos, esos sí buenos, que han dedicado su vida a darles una mejor a los demás, esos que entendieron que la política es con el objetivo de servir, de conquistar niveles de vida dignos para todos y no a fin de conseguir prebendas y beneficios propios.
Qué tal los que cuidan y respetan a los animales o los que tienden la mano con obras de caridad, los que visitan enfermos o los que dan un plato de comida a quienes ven pasar la vida con el cielo como techo. O los que obran en consecuencia con los preceptos de Jesús en lugar de ir a las iglesias a rezar para luego odiar. O los que enseñan con amor, con cariño, con ternura, en vez de calificar a los niños y a los jóvenes con ceros y unos.
En fin, aquí lo que hay es gente buena a la que no quieren dejar progresar, a la que quieren ver sumida en la pobreza, en el olvido. Lo que hay es gente razonable que insiste en los diálogos en lugar de acudir a la fuerza. Los que pululan son los pobres, los reprimidos, los que tienen que aguantar abusos, los que luchan en contra de las adversidades que esa Colombia oscura y de pocos, persiste en mantener, pero gente buena la mayoría de ella.
Que estas pequeñas letras sean un homenaje a quienes creen que en este país de ríos, mares y montañas espléndidos, se puede alcanzar una vida digna, decente y con grandes logros. Ya bastante gente ha demostrado que es posible, a pesar de todo, a pesar de su clase política, a pesar de sus gobernantes.
Adenda. Se fue Germán Castro Caycedo, el maestro de maestros en el periodismo. Un hombre serio, un hombre ético, un hombre al que muchos admiramos porque era todo lo que los periodistas hemos querido ser. Un señor, y un señor periodista. La vida me dio la oportunidad de conocerlo, de tenerlo cerca varias veces, y de leerlo para aprenderle, para emularlo.
Maestro Castro Caycedo, ya nos encontraremos de nuevo algún día. Por ahora, sepa que lo llevaré siempre en mi corazón. Paz en su tumba, y solidaridad total para todos sus familiares, amigos y allegados.
Es lindo todo esto que leo , excelente escritor y periodista, felicitaciones, ojala y Colombia entera pudiera leer esta columna, estas palabras que me llenan de esperanza, gracias, gracias, gracias.