PRIOColumnista:
Germán Ayala Osorio
La presencia y la posible participación de exmilitares colombianos en el golpe de mano que terminó con la tortura y el asesinato del presidente de Haití, Jovenel Moïse, constituye un hecho aberrante desde una perspectiva político, diplomática y militar, que no debe sorprendernos por cuanto la existencia de empresas colombianas y extranjeras que suelen contratar a oficiales, suboficiales y soldados retirados del Ejército, para operaciones como captura de bandidos, protección de infraestructuras petroleras en el Medio Oriente, o de apoyo a actividades de espionaje, desmonte de gobiernos o el asesinato de presidentes, entre otras, están directamente relacionadas con por lo menos cuatro circunstancias de nuestra realidad nacional: la primera, tiene que ver con el largo y degradado conflicto armado colombiano, que hizo posible que un número aún por determinar de militares colombianos, se acostumbraron tanto a matar y a la vida castrense, que sus vidas no las pueden asumir en el retiro, más allá de las necesidades económicas que los «obligan» a querer hacer parte de grupos comando para asaltos y operaciones como las que hoy tienen al país en el centro del huracán por la presencia de exmilitares en Haití.
La segunda circunstancia alude a la presencia en Colombia de mercenarios como Yair Klein, quienes muy seguramente sembraron la idea en quienes hoy contratan a los exmiembros de la fuerza pública como mercenarios o para acometer acciones sicariales, dentro y fuera del país. A ello se suma la entronización de los valores y las lógicas propias de los paramilitares en cientos de militares dispuestos a enrolarse para continuar dando rienda suelta a sus extendidas luchas contra un enemigo, cualquiera que sea, siempre y cuando estas representen reconocimiento económico y exaltación al valor y al arrojo que siempre esperan los hombres en armas. Y la tercera, conectada con la anterior, tiene que ver con el fortalecimiento de un espíritu sicarial que bien lo expresó el general Diego Villegas, cuando a voz en cuello gritó: «Si toca sicariar, sicariamos y si nos toca aliarnos con los «Pelusos», nos vamos a aliar». Es posible, de probarse su participación, que los comandos que asesinaron al presidente de Haití hayan pronunciado la frase «si toca merceniar, merceniamos».
Y una cuarta circunstancia hace referencia al apoyo económico y político brindado por países como Estados Unidos a la práctica mercenaria, recogida muy bien por el cine americano, a través de recordadas películas como Los magníficos, entre otras. Con la cooperación norteamericana, por ejemplo a través del Plan Colombia, sobrevino la aparición de empresas privadas que contrataban a exmilitares gringos para que adelantaran labores de espionaje y recoger información sobre cultivos de uso ilícito y condiciones de pisos térmicos que pudieran derivar en estudios para lograr cultivar la mata de coca, en territorio americano. Por supuesto, en tareas directamente relacionadas con la implementación de estrategias contra guerrilla.
Esas cuatro circunstancias deben servirnos para pasar del estupor que produjo y produce aún la noticia que señala que, por lo menos 26 colombianos, habrían participado del operativo que terminó con la vida del presidente de Haití y que dejó herida a su esposa. Mientras se aclaran los hechos o triunfa una versión oficial internacional que le sirva a todas las partes involucradas, incluyendo al Gobierno de Colombia, bien valdría la pena empezar por intervenir las escuelas de formación de oficiales y suboficiales del Ejército. Es urgente cambiar la cartilla que no solo deviene «uribizada» bajo la lógica de «producir más y mejores resultados», sino cada vez cercana al sentido corporativo-empresarial con el que se viene asumiendo el conflicto armado interno colombiano y promoviendo otros por fuera de nuestras fronteras. Operaciones «quirúrgicas» como la ejecutada en Haití y otras con las que se intentó el desmonte de gobiernos como los de Cuba, en el pasado, y Venezuela, recientemente, necesitan de mercenarios o sicarios entrenados militarmente. Exportar «máquinas de guerra» no puede hacernos sentir orgullosos como pueblo, así justifiquen que lo hacen por necesidades económicas.
Mientras a las decenas de preguntas que hoy siguen sin resolver se les logra dar respuestas contundentes y creíbles, este escándalo logró poner en un segundo plano el preocupante rechazo del Gobierno colombiano al contundente informe de la CIDH sobre la violación sistemática de los DD. HH. por parte de la Policía y el Esmad, por cuanto la cúpula militar y policial asumieron a los manifestantes como parte del «enemigo interno».