Autora:
Carmen Alexa Villegas Ramos
Hace algunos años, cuando el país entero estaba a la expectativa de la implementación del proceso de paz, se hicieron muchas marchas pacíficas, para enterrar la guerra. En ese entonces, era un país que se acercaba al reconocimiento de la calma y del respeto a la vida, lo que le dejó por consiguiente ver entre tanto dolor, e incluso, miedos y silencios heredados, un atisbo de esperanza. La guerra, entonces, se dispuso a descansar, como descansan nuestros muertos, en el cementerio. No la pienso descendiendo a los infiernos o ascendiendo a algún espacio celestial. Supongo que, ya en vida y gracias al cúmulo de culpables, mártires e inocentes reunidos, frecuentaron los espacios posibles, por cortos periodos.
¡Aquí en la tierra están cielo, infierno y purgatorio!
Hubo dolientes que sin lágrimas la despidieron (a la muerte). Y no hubo, luego de su entierro, un descanso colectivo. Siendo el dolor la posibilidad aquí, desde el recuerdo de las muertes y desapariciones, una constante que los acompañó por años. En ese día, también las calles se tiñeron de murmullos y de miradas al suelo, como símbolo de despedida abrupta. El dolor en que se transformó el duelo, fue en la tristeza al recordar las vidas que tuvieron fin, por el motivo de su existencia prolongada por el vasto territorio nacional.
Un ángel de la muerte que se llevó tantas almas, que llenó cementerios de sus cuerpos, pero también los ríos sobre los que navegaron algunos de los desaparecidos. También aquellas fosas llenas de tantas muertes que al final, no estuvieron solos: pilas de cuerpos se unieron en su descomposición. Los animales carroñeros devoraron sus restos, porque ese es el ciclo natural de las cosas…
Los matices de la muerte…
¡Cuántos matices tiene la muerte!
¡Cuántas violencias viven en el olvido!
Ante el atisbo de esa nueva paz, la muerte era por hambre, pero no por balas, bombas, odios indirectos o secuestros fallidos. Era por pobreza y esa, tenía otra cara. La cara de las complejas administraciones estatales, que pretendía mostrar lo difícil que resultaba tener a un país conforme. Pero curiosamente, la comida no escaseaba para algunos, así como el agua, la tierra, la salud, así como el transporte, como la educación.
Los derechos eran fértiles en algunas casas. Los deberes eran fértiles en otras.
Pero la guerra había muerto.
La paz reinaba.
Y llegó la pandemia.
Con ella, llegaron las órdenes estatales: las cuarentenas. Todos guardaban silencio, en sus casas. Las calles solitarias, las aceras aparentemente limpias, los militares al servicio del pueblo, cuidándonos de nosotros mismos y nuestra necesidad de ver la luz del día fuera de casa. La comida, con el pasar de los días se hizo más escasa, para todos, curiosamente. Y se implementaron ayudas para sopesar la situación, pero, de nuevo, ante la escasez, la comida era fértil para algunos, el hambre, mientras tanto, era fértil en los estómagos de otros.
El trabajo también. Hubo cierre de negocios, mercancía perdida, como la leche en el campo, como la fruta recolectada para enviarla a las ciudades, como las tierras que pese a la descomposición de sus cultivos era feliz, porque vivía en esa paz que brilla por sus dotes de esperanza. Pero también hubo fortunas a manos del teletrabajo. Mientras unos se sentaban a mirar por las ventanas y de tanto pensar sus mentes quedaron mudas, otros frente al computador velaban por el bienestar de sus empresas, quizás olvidándose de las desigualdades, porque en casa, el único temor era el encierro.
En la calle, las putas pasaban hambre, sus cuerpos curaban las dolencias que producen las diarias rutinas; las basuras se acumulaban, los habitantes de calle se sentían extrañados al no sentir con los pasos firmes de los transeúntes las miradas de desprecio, de esos que han creído que por tener estudio son mejores personas. El encierro en casa se llevó hasta las malas costumbres y encerró los egos en habitaciones poco ventiladas, llenas, algunas, de desprecio propio.
Fue un año largo, como dicen en mi tierra, de vivir enclaustrados y salir a lo necesario: pagar deudas bancarias, los servicios públicos, hacer las compras del mercado… tomar aire, caminar. Mientras tanto, ante la falta de dinero, las calles se llenaron de ventas ambulantes; las familias comenzaron a sacar ollas fuera de sus casas para vender comida hecha en sus hogares. Algunos le llamaron creatividad, otros lo reconocieron como paños de agua tibia para apañar el hambre. Se supone entonces que, a pesar de la pandemia, del miedo a la posible enfermedad, y, por consiguiente, a la inminente muerte, el corazón de la paz latía en cada hoja de plátano y cultivo de papa resguardado sobre la tierra.
Por falta de dinero, los programas gubernamentales ponían en jaque los procesos adelantados para sostener la paz; las muertes a los líderes sociales pasaban sin pena ni gloria, aumentando, tan solo aumentando. Los niños morían abusados sexualmente y las noticias se volvían tendencia, pero se olvidaban a los pocos días… los noticieros nacionales apostando a posturas políticas infames, de esas que llenan de sangre las pantallas del televisor, de esas que dejan pintas de sangre sobre la mesa, durante el almuerzo y atemorizan a quien las escucha. Pero la paz, la paz empezaba a mostrarse traslúcida y temerosa. El monte, donde solía vivir, empezaba a ser testigo de sus temores, cuando los desaparecidos, muertos a punta de bala, aparecían junto a los ríos, que, de nuevo, empezaban a teñirse de desesperanza.
Se propuso el alza de los precios de la comida, del combustible, del transporte público y parecía ser la salud un privilegio destinado para aquellos llenos de pureza y educados bajo las más sensatas costumbres, «ciudadanos de bien» se hacían llamar, como si el resto fuésemos parias, la discriminación siempre estuvo en casa. Y mientras tanto, en algunos lugares, la vida era fértil, mientras en otros, las oportunidades eran cada vez más escasas, y el hambre, era cada vez más fértil.
Y empezaron a salir a las calles los lamentos de quienes estaban a punto de desaparecer. Aquellos muchos para los que la vida se tornaba esquiva. Yo, además de reconocerlos como héroes, les llamo sobrevivientes. Pero, como de costumbre, no les creyeron a sus súplicas. Fueron ignorados. Y las calles se llenaban cada vez más, era un colectivo que buscaba ser escuchado, uno que llenó las calles de resistencia y de ruido; de rabia y de empatía.
Entonces, antes de convertirse en peligro; es decir, antes de poner en jaque las políticas que les arrebataban la esperanza, los atacaron: intentaron intimidarlos con las hordas de militares que invadieron las calles, pero no fue posible.
Los golpearon con fuerza, pero se limpiaron las heridas y siguieron caminando a pesar del dolor.
A balazos mataron a algunos de ellos y el dolor colectivo los hizo llenarse de coraje, así que se detuvieron en puntos estratégicos y alzaron la voz.
El grito se extendió de tal manera que quienes se encontraban en casa, resguardándose, se unieron al llamado:
Ni la muerte apaga las ideas.
No hay balas suficientes para detenerlos.
Les arrebataron la esperanza, la fe, la paz y aplastaron sus derechos, pero hoy marchan. Han entendido que los han obligado a luchar guerras que no les pertenecen, que los han llevado a matarse entre ellos mismos, que los han hecho atacar a su mismo pueblo, pero hoy, esta guerra, les pertenece.
Y mientras algunos estamos en casa guardando la fe, ellos buscan hacer realidad el milagro.
Si la paz no se compone de dignidad
no hay amor que la sostenga,
no hay paz verdadera
hay un engaño solapado
por la guerra que se camufla
en falsas identidades patrias.