Columnista:
Germán Ayala Osorio
La solicitud de perdón elevada por el expresidente Juan Manuel Santos a las víctimas de las ejecuciones extrajudiciales (falsos positivos) define, más allá de suspicacias, el talante político de quien tuvo en sus manos las riendas del Estado entre el 2010 y el 2018 y, a su vez, marca diferencias sustanciales con Álvaro Uribe Vélez, quien mandó en Colombia entre 2002 y 2010.
Ante la Comisión de la Verdad, Santos reconoció la perversidad de dicha práctica militar, y su tardía aceptación de lo que estaba sucediendo en ese momento, cuando entre el 2006 y el 2009 fungió como ministro de la Defensa.
Al inicio de su intervención ante los comisionados y el presidente de la Comisión de la Verdad, Francisco de Roux, insistió en un hecho político que es la fuente de las enormes diferencias que existieron y existen aún entre él y el latifundista, ganadero y expresidiario (1087985). Santos señaló:
«Uribe nunca quiso reconocer la existencia de un conflicto armado…los guerrilleros para él, eran unos simples narcotraficantes y terroristas»
Más allá de la responsabilidad política que asumió desde el preciso momento en el que voluntariamente quiso comparecer ante la Comisión de la Verdad, la contribución de Santos a la construcción de esa urgente y ojalá sanadora verdad histórica, constituye un hecho ético-político que lo engrandece como expresidente y como ser humano. La importancia de su testimonio radica en que lo hace ante una entidad estatal que, si bien no tiene un carácter vinculante en materia penal; sobre ella reposan las aspiraciones de millones de víctimas y en general de todos los colombianos, de conocer qué fue lo que pasó en este largo y degradado conflicto armado interno.
Así entonces, mientras Santos Calderón compareció ante un organismo del Estado, Uribe, conminado por su exministro de la Defensa, acudió a un medio de comunicación afecto a él y a todo lo que se conoce como el régimen uribista, para desvirtuar lo dicho por aquel que en su momento lo calificó como «rufián de esquina», pero sobre todo, para que su obsecuente interlocutora, lo liberara de cualquier responsabilidad. Y nuevamente, Uribe le miente al país, afirmando ser «engañado por los militares».
Consecuente con su talante proclive a deslegitimar la institucionalidad derivada del Acuerdo de La Habana, Uribe optó por dialogar con una periodista que no solo le ha demostrado admiración y sumisión, sino que comparte con él un enorme desprecio hacia el expresidente Santos.
Está el país no solo ante versiones disímiles de los hechos, sino ante dos talantes distintos. De un lado, aparece el modo y el actuar de un político que quiso devolverle la legitimidad al Estado, tratando de borrar los negativos impactos que sobre su funcionamiento había dejado el carácter autocrático de Uribe Vélez, acompañado de un espíritu camorrero, anclado este a la repulsiva y anacrónica idea de quien no está conmigo, está contra mí.
Del otro lado, emerge la voz de un político tóxico y en franca decadencia, que ve cómo su legado, violento y desinstitucionalizante, es rechazado por millones de colombianos, en especial los jóvenes de hoy, que quieren pasar las dolorosas páginas de un conflicto armado que se degradó, por cuenta de la pérdida del honor militar de aquellos uniformados que monetizaron la vida de civiles inocentes.
Justamente, en esas dolorosas páginas sigue preso Uribe Vélez, por cuanto su vida la puso al servicio de alcanzar el objetivo de convertirse en lo que es hoy: un warlord.
A pesar de que tanto Santos como Uribe fueron obedientes ejecutores de las consignas del Consenso de Washington, un país adolorido por la guerra interna como Colombia necesita de gestos y actos éticos que le devuelvan la esperanza a una sociedad que deviene, de tiempo atrás, moralmente confundida.