Columnista:
Laura Moreno
Cali es la ciudad donde nací. Toda mi vida me ha llenado de orgullo ser de donde soy, de la «sucursal del cielo». Una caleña de la cuna hasta la tumba. Mi ciudad siempre ha estado del lado del pueblo, es una ciudad que en las urnas ha derrotado al uribismo, es una ciudad empática que votó por la paz, es una ciudad que nuevamente ha decidido ser la precursora de la independencia como lo dicta nuestro himno. Por esto último, no es casualidad que Cali sea la ciudad en la que más se ha reprimido la protesta, pues siendo una de las principales de nuestro país ha causado gran incomodidad en ciertos sectores y ha inspirado día a día a las demás ciudades a unirse al paro y a alzar la voz frente a la constante vulneración de los derechos humanos y constitucionales que nos pertenecen como ciudadanos.
Son aproximadamente sesenta años de guerra interminable. El campesinado, comunidades afro e indígenas, desamparados históricamente por todos los gobiernos han sufrido este conflicto. Una guerra que además del tinte político se le ha sumado la explotación de nuestras tierras y las ya sabidas vendettas entre mafiosos peleándose por el poder, no pareciendo poco, hemos padecido la infiltración de estos elementos en los estamentos sociales, políticos, culturales y hasta religiosos. Como sociedad, olvidamos cuál era nuestra meta y, hoy, Cali es una ciudad que vive lo que nuestro campesinado y comunidades originarias han vivido por décadas.
En los últimos días hemos visto civiles disparar, con fusiles de largo alcance a indígenas (aquí siento la necesidad de explicarle a esta gente de «bien» que indio es el gentilicio de India y que en Colombia hay indígenas), hemos visto civiles amenazar y golpear estudiantes que se defienden con palabras, escritas en pancartas, también dichas y cantadas en los que hoy son los himnos del paro nacional. Hemos visto policías vestidos de civiles maltratar verbalmente, amenazar, golpear y asesinar a manifestantes a pesar de que la ley dicta que el uso del uniforme de la institución es necesario y obligatorio y que deben anunciarse como policías antes de realizar cualquier procedimiento legal. También hemos visto policías usando su uniforme sin el número de identificación con el fin de llevar a cabo todo lo mencionado de manera impune y obstaculizando, una vez más, el proceso de identificación necesario para ser judicializados por su abuso de poder y seguir gozando de dicha impunidad porque esto es Colombia: la ley solo se aplica a la clase menos favorecida.
Sin embargo, me parece importante resaltar la manera en que los policías y militares han decidido abandonar el pueblo que en alguna ceremonia de «cuarta» juraron proteger, reivindicando que solo son carne de cañón de la clase alta y del Gobierno que, en realidad, no le importa nada la vida de aquellos. Quiero aclarar que no tengo nada en contra de dichas instituciones, que las veo necesarias en un país sumido en la violencia, pero que a medida que pasan los días el sentimiento que me genera, es más de inseguridad que cualquier otro.
Como colombiana creo en el poder de la protesta real; no esa utopía de la que la clase alta se ha enamorado enloquecidamente en una total ignorancia de la historia nacional y mundial, porque, aunque lo quieran negar, esta protesta comenzó como un movimiento pacífico que no quisieron escuchar y esa protesta que le llena los ojos de lágrimas y el corazón de emociones a la gente de bien es simplemente eso: una utopía. Las paredes pintadas, las estaciones del MÍO incendiadas nunca pasarán a ser más que un daño material e insignificante comparado con las vidas perdidas de ambos y únicos lados (policías y manifestantes) y, como sociedad, estaremos siempre en deuda con cada una de las familias que perdieron un ser querido en un pedido de justicia social.
En los años que llevo como persona consciente nunca vi un movimiento tan grande y empático, un movimiento que era lindo y lo digo en pasado, no por los manifestantes, sino por aquellos que han decidido salpicar y bañar las calles de nuestras ciudades con la sangre del propio pueblo. En los años que llevo como persona consciente he entendido que lo que me enseñaron y más aún, lo que me dieron, son más privilegios que derechos y que debemos comenzar a decirlo así, pues en Colombia comer y tener acceso a la salud y educación son privilegios. Es el momento de cambiar ese discurso medianamente cierto y comenzar a llamar a la verdad completa para así educar una generación agradecida y por sobre todas las cosas, una generación consciente de la realidad de nuestro país.
Creo en el poder del pueblo y del voto y de la democracia, pero de la democracia real, no esa mentira que afirman a gritos, insultos y balas desde el Gobierno.
Entonces, si estos, los que portan las armas y las apuntan y disparan contra el pueblo, son los ciudadanos de «bien», pues me apropio de cómo han decidido llamarnos en busca de ofendernos, con palabras pronunciadas de forma despectiva y que las he leído y escuchado hasta de familiares y amigos, hoy me identifico como «vándala», pero no de armas como ellos, porque estamos bastante lejos de parecernos, sino como una «vándala» de arte, de palabras, de protesta. Una mujer que desde hace años y por todo lo que me queda de vida, he sido, soy y seré una «vándala» siempre a favor del pueblo.
Bien por ese vandalismo del bueno, no para destruir sino para construir. A la juventud se respeta, hay que escucharla no solo porque son parte del presente y del futuro del mundo, sino porque están llenos de ideales y de sueños que no encuentran alternativas que les permitan vislumbrar un futuro con esperanza. Donde hay vandalismo destructor hay ocultas muchas amarguras, hay exclusión y falta de oportunidades.
Ver esos rostros de negros, blancos, indígenas y mestizos, levantando su voz y sus banderas, en calles y barriadas, me produce la certeza que con esta sangre nueva tendremos la seguridad de una patria nueva. Esa patria necesaria para todos(as), que habrá que rescatarla de esas manos sucias, no de labrar la tierra, sino de esas manos asquerosas, impregnadas de sangre o de los trozos de piel que siempre le han arrancado a los «vándalos». Esa historia de impunidad, de corrupción y de violencia, la cual no podremos olvidar para evitar repetirla.