Columnista:
Andrés Arredondo
En Colombia la niñez, pero en especial la juventud, creció como la dueña del futuro, como la heredera y propietaria jurada del futuro a la colombiana. De un futuro incierto, distante y oscuro. A niños, niñas y jóvenes se les sometió a la engañosa certeza de que al crecer serían dueños de un país con garantías, donde la felicidad sería posible y los sueños alcanzables.
En el fondo y acudiendo a los recuerdos de cuando era niño, ni siquiera teníamos como deseo innegociable el cumplir los sueños, sino solo de poderlos acariciar y cultivar en paz. Muchos sabíamos de antemano que no solo no seríamos astronautas, sino que tampoco llegaríamos a la Luna; pero esperábamos que en medio de ese tremedal de injusticias, inequidad y dolor que es Colombia, algún día los nuevos dueños del futuro hecho presente; es decir, nuestras propias hijas e hijos disfrutaran al menos del tesoro cotidiano de practicar los sueños sin miedo.
Nuestra historia comienza con la gesta más importante por otorgar futuro a las nuevas generaciones en el marco de una república naciente, que se llamó la Independencia. Ese proceso fue político e inspirador, o para emplear palabras semejantes que nos representan en el presente, movilizador y poético. Con el correr del tiempo hubo otros procesos y episodios de igual catadura: la liberación de los esclavos, la Constitución de 1863, el comienzo de la República Liberal, la Constitución de 1991, el Proceso de Paz con las guerrillas, cuyo pináculo ha sido, como no, el Proceso de Paz con las Farc, para señalar algunos de los más relevantes; sin embargo, esos hechos y procesos por significativos que hayan sido mantuvieron la evocación al futuro como un escenario posible aunque no necesariamente cierto.
Eso explica que muchas generaciones crecieran en la desesperanza y la rabia contenida, pensando frecuentemente en salidas fatalistas al estilo «esto lo resuelve una guerra tremenda que acabe con la mayoría de nosotros, pero que permita que algo nuevo aparezca», o en la falsa salida fácil del autoritarismo y la «mano fuerte» con su imaginario de una realidad social unidimensional y restringida, en la que solo los «buenos muchachos» o «gentes de bien» tendrán oportunidades y hasta 6402 razones para instrumentalizar todo un país y ponerlo al servicio de su nefasta causa.
Pero han existido también otros pensamientos y sensibilidades convertidas en movimientos sociales y en formas concretas de expresión del descontento. Aunque es cierto que también han estado erizadas de rabias contenidas, poco a poco han permitido crear lenguajes y pensamientos de mayor comprensión de nuestra realidad desde las militancias políticas, las redes de participación comunitarias y las expresiones artísticas. Un buen segmento de esa corriente social atravesó el desierto de la ilusoria creencia en salidas violentas hacia escenarios democráticos, pero trastabilló y rodó mil veces por el duro suelo de la realidad, en la que el juego de la guerra es el terreno de los otros, esos de pensamiento y gatillo fácil.
Ha sido muy complejo y demorado el viaje hacia el convencimiento pleno de que el proyecto que garantice un futuro en el presente sea a través de vías civilizadas y en democracia. Esa demora ha pasado una cuenta de cobro inmensa traducida en las enormes dificultades para hacer realidad el pacto generoso, equilibrado y de avanzada que supuso la Carta del 91; enmarcado por la construcción, como posibilidad de nación, del Estado social de derecho. Ese retraso se ha traducido en decenas de miles de víctimas de desaparición forzada, desplazamiento, homicidios, dolor y desolación de unas guerras recientes que no debieron suceder.
Hoy estamos en medio uno de los procesos sociales más importantes de nuestra abigarrada historia. Revuelta popular dicen unos, estallido social dicen otros, movilización ciudadana dicen unos más. Lo cierto es que esta movilización, genéricamente llamada el paro, está protagonizada en su mayoría por jóvenes que quieren garantizar su futuro desde el presente a punta de inteligencia, sensibilidad y hechos poéticos. No como personas desprovistas de esperanzas y oportunidades, sino como sujetos actuantes y pensantes convencidos de que los futuros ilusorios eran los de la vieja Colombia, la nueva, la que ellos están configurando es la Colombia del futuro presente.
las movilizaciones ciudadanas son en si misma poesía hecha acto, gracias por la columna Andrés.