Columnista:
Rafael Medellín Pernett
Como era de costumbre la matrona se despertó puntualmente a las seis y cuarenta y cinco minutos para dar inicio al diario ritual del despertar matutino. Poco antes, el sol había salido por el lado opuesto al que siempre usaba de camino al cielo para cumplir su infinita tarea de iluminar el mundo, ninguno de los habitantes de la desolada población se había percatado del astrológico desperfecto, ni mucho menos se preguntaban por qué el sol había decidido cambiar drásticamente el ángulo de su trayectoria, esa mañana hasta la más joven alma del pueblo estaba bastante ocupada en sus propios asuntos.
Cuando Josefina, más dormida que despierta, tocó con sus manos y no con sus pies (como usualmente sucedía) el húmedo piso de tierra de su cuarto entendió que algo andaba mal, aunque siguió sin prestarle atención al ínfimo asunto pues lo más probable para ella era que seguía revolcándose plácidamente en el universo de los sueños. Pero no, Josefina no estaba dormida. No estaba atrapada en ninguna oscura encrucijada onírica, le tomó cerca de dieciocho minutos y dos tazas de café oscuro, una de ellas sin azúcar y amarga como la muerte, el darse perfecta y aterradora cuenta de que ese día había amanecido caminando con las manos y con las piernas al aire. Debo estar loca, fue lo primero que se le vino a la cabeza a Josefina. Eso es, amanecí loca, pensó la mujer que veía cómo sus pies contrastaban con el techo de palma que medio podía ver gracias al esfuerzo que hacía torciendo incómodamente la cabeza en la posición en que se encontraba, sus senos, por ayuda de la gravedad, casi descansaban en su quijada, y empezaba a sentir un ligero dolor que pronto acabaría por convertirse en una dolorosa tortícolis. Pero no, Josefina no estaba loca.
Después de un rápido examen de cordura, para el que utilizó una sierra, alcanfor, dos gallinas y un hipopótamo de los varios que tenían en el patio, Josefina concluyó que su nueva enfermedad, en definitiva, no era locura. Cosa que la tranquilizó por un breve momento. Entonces su preocupación se disparó cual erupción volcánica al entender que su afección era más grave de lo que pensaba, y que hubiese preferido mil veces haberse dejado engullir por las gigantescas fauces del dócil hipopótamo para terminar con una contundente pero católica locura. Es el diablo—se dijo, sudando—, estoy poseída. Pero no, Josefina no estaba poseída. Como pudo trató de persignarse con una de sus manos, lo que hizo que perdiera el equilibrio y se fuera de lado contra el suelo. También como pudo, se paró, con las manos, por supuesto, y bastante sorprendida de la facilidad con que se movía se encaminó hacia el único lugar que le podía proporcionar refugio alguno: la iglesia. Pasó por el viejo hospital que estaba a medio construir, sin ventanas, y con un hueco que le había dejado la última visita de la guerrilla en la parte derecha de la fachada, la fila de hombres y mujeres todos con las piernas al aire y las manos apoyadas al suelo le daba la vuelta al edificio que estaba casi en ruinas, el único médico que atendía llegaba a las diez de la mañana y no eran ni siquiera las ocho. No tienen cura —gritaba un hombre que pasaba por el lugar— para esto no hay cura. Cuando Josefina vio al sacerdote se quiso persignar de nuevo y el recuerdo de la reciente caída vino a su cabeza para atajar la devota acción, el pobre sacerdote apenas y podía moverse, la artrosis no dejaba que sus brazos sirvieran para nada, sus codos se veían ya ampollados y ensangrentados. Hay que orar hija—le dijo a Josefina—vete a tu casa y ora.
Al salir del escuálido recinto que recibía la fe del pueblo y que parecía todo menos iglesia, encontró en medio de la polvorienta plaza una improvisada tarima de madera recién pintada con agua y cal, adornada con banderas y flores. Josefina, que ya tenía pequeñas bolsitas de agua en los dedos de las manos por el roce con el suelo, una tortícolis insoportable y un ojo casi reventado por la presión sanguínea que se acumulaba en la cabeza, pudo divisar desde lejos como el alcalde subía, con soltura, pies en la tierra, perfectamente erguido y cabeza en alto, los escalones del montículo artificial, para acercarse al micrófono y exclamar, a través de la bocina que parecía importada del futuro, un firme «el mundo amaneció al revés pero no se ha acabado, así que pongámonos a trabajar».
Excelente narrativa al estilo de GGM.
Excelente narrativa, una buena historia con n final perfecto.