Columnista:
Diana Abril
Oía desde pequeña la palabra doctor y me imaginaba a un señor con anteojos gruesos (como dos lupas gigantes), un endoscopio colgado al cuello y una bata blanca, y no me llegaba a la mente nadie más. La representación de la imagen se trataba de la de un médico como los que ahora vemos con gafas o sin ellas, en cualquier consultorio, hospital o clínica y que, valga darles las gracias totales, han salvado cientos de vidas, mucho más en esta historia y coyuntura mundiales que nos ha recordado que «ninguno tenemos la vida comprada», y que, en el tiempo menos esperado, podremos dejar de existir.
Siempre les tuve mucho respeto a aquellos que nos han salvado alguna vez de un dolor o que nos han ayudado a prevenir enfermedades y, que, incluso, nos han salvado la vida. Allí, también entra todo el personal de la salud que incluye a odontólogos y especialistas de todo tipo: ¿a quién, por ejemplo, no le han quitado un dolor de diente o de muela? ¡Eso sí que salva la vida!
Pero, luego de creer por mucho tiempo que doctor solo era uno, ya en mi juventud me fui dando cuenta de que a todos les decían así, iniciando con los abogados, quienes eran los más nombrados con ese adorno como antesala a su oficio y que con tan solo unos semestres de universidad se podía escuchar el término con referencia a los estudiantes de Derecho por todos los pasillos del claustro. Así, pude percibir que a los ingenieros, arquitectos, matemáticos, químicos, zootecnistas, profesores, jefes sin profesión, políticos sin estudios, dueños de empresa y demás personas les nombraban con ese cuestionable sustantivo del que muchos, en definitiva, no hacen honor. De allí, en charlas con amigos, se escuchaba y de manera jocosa se hacía relación a que «a cualquier hijue… se le decía doctor».
Estudiando me di cuenta de que, de las personas que más merecen ese título y a las que sí se les debe nombrar de ese modo, son las que han hecho un doctorado, y a quienes les ha costado sudor y lágrimas. Sin embargo, ello es discutible frente a una realidad que se desprende de los derechos humanos, los cuales, nos cobijan a todos de igual manera y no distinguen de si este o aquel es doctor o si esta es empleada del servicio o trabajadora sexual o si aquel es barrendero. De seguro, muchas trabajadoras sexuales sabrán más del sexo que ciertas mujeres que se vanaglorian por ello. Es por tales motivos que no puede ser que por el hecho de ser doctor seamos más que otros. No puede ser que por el hecho de habernos formado en un establecimiento académico por pocos o muchos años tengamos mayor derecho.
Es así como todos deberíamos llamarnos por nuestro nombre en los diferentes contextos, independiente de la profesión que ejerzamos o del oficio que desempeñemos. Somos iguales, valemos lo mismo y tenemos los mismos derechos. Ninguno es más que nadie y en la tumba no importarán nuestros títulos ni cómo nos decían estando vivos.
Pero muchos se asustan cuando en algunas empresas o en las relaciones laborales que se observan a diario, el empleado se acerca a «su superior» y le llama por su nombre. En seguida, lo que se viene a la mente es, ¡pero qué confianzudo! Como si fuera un pecado hacerlo y como si tuviésemos que, por darnos trabajo, lamerle las botas al «jefe» sea cual sea su profesión o, inclusive, lamer el piso por donde pasa. Eso está mandado a recoger en este mundo globalizado, en el que ya no importa cuántos cartones acumulados se tenga o el cargo con el que se cuente; por más arriba que se esté. Esa dizque llamada cortesía en el ámbito laboral debería haberse eliminado hace décadas, porque no puede ser que tengamos que rendir pleitesía de nuestro trabajo a quien, incluso, en ocasiones, sabe menos que nosotros.
Como reflexión adicional les dejo un mensaje cuyo autor desconozco y que sé, muchos lo habrán visto en redes, pero no me canso de leerlo y de reflexionar sobre él. Se trata de la importancia de todos los oficios y del conocimiento que cada quien tiene respecto de su especialidad, bien sea con estudios o sin ellos.
«Hoy me llamó un amigo para preguntarme cómo adjuntar un archivo a un correo electrónico. Con todo gusto le expliqué. Mientras él escribía vi que puso «aki», en lugar de «aquí». Le corregí respetuosamente. De cualquier forma, se sintió apenado. Él casi siempre ha trabajado en limpieza, construcción y no sé hasta qué grado pudo estudiar. Luego le pedí que me explicara cómo reparar un par de paredes en la casa. Me dijo que es algo que él podría hacer en 20 minutos. Me sentí también apenado. Ambos somos ignorantes en diferentes áreas, como todo el mundo. A mí me gustaría dominar las cosas que sabe él y a él las que yo, lo que nos da una excelente oportunidad de intercambiar conocimientos. Me parece que ha sido uno de los mejores intercambios decembrinos de mi vida»
Para terminar, debo decir que nunca me ha gustado que me digan ni siquiera señora porque me hacen sentir vieja, aunque ya lo soy, pero mucho menos doctora cuando para ello sé que me faltan de entre tres y cinco años de estudios profundos, adicional a los que ya tengo, y si los iniciara ya, incluirían largas noches de insomnio, de quemarme un poco más las pestañas, y de un complejo manejo que requeriría de una investigación exhaustiva y de la resolución de uno o de varios problemas que, de cierto modo, ayudarían a la ciencia y aportarían a la humanidad.
Es por lo anterior, la importancia del título por el que para llegar allá, se necesitan algunos 10 años de estudio, luego del bachiller. De acuerdo con la RAE, la palabra doctor de la que hacemos alusión, como primera respuesta de la academia, se refiere a la «Persona que ha recibido el más alto grado académico universitario». Esa es la diferencia de ser doctor, fuera de los términos generales que se les da a los médicos y demás personas que también importan tanto como el significado que cito.
No obstante, lo que debemos tratar de entender es, que no interesa la jerarquía ni el nivel académico, y mucho menos, si un individuo sabe más que el otro. Tampoco importa si una persona ha estudiado y la otra no, ni si es el más reconocido de los políticos; lo relevante es que cada quien tiene un valor que aporta un granito a la sociedad y que no debe tener distinción alguna respecto al trato. Aunque, debo agregar que ser doctor no es fácil, y no, no a cualquier hijueputa* se le puede llamar «doctor».
*Persona despreciable y de malas intenciones. Asociación de Academias de la Lengua Española (Asale).