Columnista:
Julián Bernal Ospina
No me interesa ser gente de bien. Ciudadano de bien, colombiano de bien, persona de bien: sinónimos estos, fórmulas también que surgen cuando alguien cree pertenecer a un grupo moral superior, correspondiente con su concepción de bien. Me interesa, por el contrario, ser gente de piel: ganarme esta piel que cargo cada día, que escondo cuando salgo, pero que mantiene siempre la división entre el mundo y mi mundo: la piel como esa expresión hacia lo otro a través de aquello que es mi propia obra de arte: no acabada, no perfecta, sino la mía. Ganarme esta piel es ganarme sus heridas y sus brillos; toda su extensión a lo largo de los años. Es ganarme a mí mismo como tal vez la única victoria que valga la pena.
No quiero ser quien defina cuándo un ciudadano es superior que otro: ya ha habido en la historia jerarquías con base en raza y etnia que han propiciado toda clase de genocidios. Perfectamente podría haber quienes –incluso los ha habido–justifican la muerte porque consideran, según ellos, que un ciudadano le aporta más a la economía que otro: dirían que esto es suficiente para encasillar a los de primera y segunda y tercera categoría. Como si los «generadores de empleo» no dependieran, incluso en mayor medida, de sus empleados. Como si la creación de riqueza fuera un asunto individual nacido solo de una mente magistral, a quien–rey contemporáneo–se le deben todos los honores.
Prefiero buscar motivos para considerar la igualdad de los seres humanos. Prefiero saber que hay una piel que siente, en mayor o menor medida, bajo la ropa, y que todos los días hay que vérsela en la desnudez y saber que en ese espacio de límites flexibles no hay lugar para mentirse. Prefiero entender que la piel es única como el alma: no sé si su reflejo–que son los ojos–, no sé si el dique de contención de su río, aunque sí sus alas: los objetos con que vuela por el mundo. Prefiero sentir que como yo busco una expresión al caminar–y al buscarla quiero encontrarla, quiero llegar a ella cuando camino, así después la vuelva a cambiar–, también otros lo hacen, y que toda nuestra vida depende de ello; no es un simple adorno: la forma es el sentido: la forma abraza la intención.
Prefiero la piel que el bien. Cuando la piel une en las sensaciones y cuando el bien divide en los prejuicios, la prefiero a ella con lunares y quemaduras, con huellas que son las anteriores y con caricias olvidadas. La piel es tacto del aire y del sol, y es también un llamado cuando lo exterior hace daño, cuando clama la injusticia: la piel arde cuando es necesario protestar. El bien, en cambio, para este caso, irrestricto y dominante, es un disfraz de la piel: el uniforme verde disfraza la piel de un bien militar.
Además de disfrazarlo, oculta la piel del otro: este se convierte en objeto de la violencia. Y no existe más como ser humano y es solo una caricatura del mal, una abominación, la antítesis de todo lo que merece la pena, lo verdadero y lo puro. Por ello se justifica el aniquilamiento: como ya no es ser humano, al contrario es menester acabarlo, omitirlo, ya sea de la existencia de la tierra o de la vida política. Solo puede respirar en tanto sirva para otros fines: es parte del colectivo solo en la medida en que, por ejemplo, participe electoralmente. Después de la votación, el otro vuelve–como debe ser, dirán–a no tener piel.