Columnista:
Julián Bernal Ospina
No es novedoso que la política se haya tomado las calles, pues en las manifestaciones de finales del 2019 y de principios del 2020 ya se habían convertido en parte del aire de avenidas y parques, murales y puentes, clics y tuits. Al presidente Duque le cayó la pandemia –esto ya se ha dicho con certera insistencia– como le cae a un hombre la excusa de una tusa para justificar su propia incapacidad de vivir. Lo novedoso es que el cimbronazo se ha sentido cada vez mayor en espirales del tiempo que trascienden fronteras de países lejanos y épocas paquidérmicas.
Tal vez la próxima vez el presidente Duque no tenga una peste para esconderse en la pantalla de un televisor, y deba así rezar a la virgen de Chiquinquirá para que suceda un cataclismo apocalíptico que le sirva como salvador.
Tampoco es novedosa la sensación de incertidumbre que se oye tanto en mesas de comedor como en estaciones de bus. Los eternos caminantes para no llegar tan tarde al trabajo y los teletrabajadores no dejamos de sentir cómo la duda nos invade la piel. Mientras tanto, los afiches y los grafitis que sobreviven rebelándose contra el silencio y la quietud esperan la siguiente oleada. Estamos en un limbo dudoso de símbolos que caen.
El ardor popular y juvenil no es recibido con grandeza, sino con oprobio, con estigmatización y lejanía: se generaliza la destrucción de edificios y la violencia contra la Policía; en cambio, el abuso policial se asume como hecho particular: la famosa y manida manzana podrida.
Algunos alfiles energúmenos nos piden que no lloremos más por un ojo cuando quizás nunca han llorado por ninguno. O sí lo han hecho y esconden por lo que lloran: tienen miedo de mostrarse tal como son. Si así lo hicieran, si revelaran sus lágrimas, se derrumbaría el castillo oscuro que ocultan con mentiras. Interpretan para la actualidad la antigua ley del talión: ya no ojo por ojo y diente por diente, sino vidrio por ojo, muro por vida. Que mueran los zarrapastrosos siempre y cuando perduren las estatuas. Es como funciona su forma de hacer política: solo hay esperanza si perdura el privilegio, solo hay consenso si se castiga al manifestante, solo hay acuerdos si se aceptan sus reglas de juego.
Al otro día de la sangre el presidente amanece con la ropa lavada, con sus palabras como eslóganes hechos con el único fin de no decir absolutamente nada. Se disfraza una vez más de estadista tecnificado y, cansado de las críticas, se hace una entrevista selfi para dejar claro que solo quiere que lo oigamos a él. La institucionalidad que tanto pregona está hecha a su justa medida de la sordera vanidosa: solo oye adulaciones del fiscal, lisonjas de alcaldes, alabanzas de ministros.
Por eso pretende defenderla, pero lo que quiere defender es a sí mismo, y parece no darse cuenta de que una mayoría de la sociedad pide cambios estructurales por el hambre, por la democracia estrecha, por un futuro incierto. Por los daños en los ecosistemas, por el no reconocimiento real de su identidad, por la paz hecha trizas. Asuntos que no se resuelven con la mentalidad de la economía naranja, como si todos los jóvenes quisieran ser, para siempre, teléfonos humanos en call centers. Ellos piden no ser computadores tecnificados ni marionetas del mercado: piden mejores oportunidades. Sin embargo, el presidente hace caso omiso de estas voces, y saca una vez más sus fórmulas que no van a ningún lado: busca resolver la crisis de la misma manera en que ha fallado ya tantas veces, como si solo el fracaso saciara la nostalgia del éxito de su patrón.