Columnista:
Andrés L. Calvo Camelo
¿Qué carajos es lo que pasa? Nos hemos labrado una sociedad de tributo a la violencia donde todo, bajo los sofismas del uribismo, se convierte en legítimo siempre y cuando no sea para defender nuestros derechos, en las calles.
¡Vaya tristeza que embarga el ambiente cuando se hace pública otra muerte por cuestión de la precaria situación que abraza al país entero!
Pareciera que luego de años —que en realidad pueden ser siglos– de constantes conflictos, sigamos teniendo como sociedad muertos de primera, segunda y tercera categoría. Es imposible que algo tan básico de entender como el valor de la vida y la integridad humana no cale en la mente de las personas. Que personajes, alegando la legalidad y su moral de bolsillo se atrevan a justificar decesos como parte del derecho a la defensa propia, cual si fuese el endeble argumento del uribismo, o como parte del derecho a la protesta, como argumentaran en su momento los dirigentes de la protesta, la cual, indudablemente, se ha visto manchada y opacada por actos vandálicos desproporcionados.
Es inmoral suponer que se deben justificar los ataques armados, por parte de civiles, como si fueran las fuerzas armadas organizadas, ideologizadas y mandadas a la batalla para contrarrestar el efecto social que ha surgido a raíz del descontento social tan generalizado que tenemos hoy. Como si la víctima, tuviese capucha o uniforme, no tuviera una vida a sus espaldas, personas que los quieren y que los esperan en casa, sueños y metas por cumplir.
Resulta totalmente injusto que tengamos que librar batallas en las calles, cuando los que hacen las leyes alegan el Estado de derecho, pero para cada ley buscan dejar y encontrar un vacío por el cual llegar a sus intereses personales. Aún más, es injusto que tengamos que tomar el país cuando a las personas que pagamos para administrarlo, otorgan largos –y hasta graciosos y entretenidos– espectáculos que suelen llamar debates; espacios generados para destilar odio y alimentar la visceral estructura de fracturas que compone nuestro «tejido» social, porque cuando los argumentos se acaban siempre se acude al arrabalero griterío de –como dice el dicho– «sacarse los trapitos al sol».
La violencia es detestable sin importar su procedencia, pero es aún más reprochable cuando esa determinada sevicia de acabar con el otro proviene de un Estado que está construido –sobre la sangre y tumbas de muchos más– a fin de garantizar la justicia y la igualdad para toda la población. Entonces, a final de cuentas, alegando las «mayorías» en las urnas, se consideran con la legitimidad para hacer y deshacer con el país como si fueran sus amos y señores, cuando aún hay ciudadanos que son conscientes de que esta voz que lleva desde el pasado 28 de abril alzada de forma estruendosa, representa a muchos que no han podido acompañar por diferentes razones, a aquellos que incluso en su acomodo saben que se pueden beneficiar de cambios necesarios, pero sobre todo, representa y beneficia a las generaciones que estamos recibiendo un país vuelto mierda por generaciones de malas administraciones, de corruptelas gestadas a orillas del tan mentado narcotráfico y de clientelismos que rebajan todavía más la calidad profesional y aumentan la negligencia con la que se gestiona el Estado.
No tienen la autoridad moral de llamarnos vándalos quienes se han robado –o son íntimos amigos de los rateros– todo el erario público. Los que deben dejar sus bloqueos al país son ellos, los que deben dejar, en virtud de un futuro de bienestar, sus amangualadas poltronas de poder, son ellos que ganan mucho y hacen poco. Ellos que dicen trabajar por lo que tienen, pero solo chupan de la teta del Estado como los entes parasitarios que son.
No deberíamos nosotros tener que salir a las calles a proponer reformas necesarias y objeciones, más o menos obvias, al actuar del Estado, ante la incapacidad de nuestro Congreso para promover reformas eficaces, dejar de lado sus egos personales y ponerse a trabajar. ¡Qué bien nos vendría un referendo constitucional para restructurar todo el Congreso! ¡Qué bien sería cerrar ese negocio monopolizado que llaman Capitolio Nacional! Cuando ese nido de ratas sea desmantelado, las otras instituciones, de forma mágica pueden comenzar a arreglarse, antes no quedan muchas esperanzas. Antes que estos cambios empiecen, seguirán viendo ciudadanos libres en las calles, reclamando que se respeten sus derechos y se garanticen todos los medios para tener una sociedad justa y equitativa, solamente así habrá orden.