Columnista:
Nicolás Contreras
Yo, únicamente me imagino, leo, veo, pregunto y me muerdo las uñas. Me fui del país un día antes de que todo el ardor comenzara. La parte conservadora de mi familia me decía, con todo el amor que sienten por mí: «te vas a buena hora», «menos mal te vas, porque van a destrozarlo todo». Y luego yo, devolviéndoles el cariño, entornando los ojos digo: que gracias, gracias por sus deseos, así como cuando, maleducado, ignoras a un niño. Me imagino marchando en la oscuridad musical de Bogotá. O me imagino a la luz de la noche espléndidos cantares multitudinarios. Solo me imagino escuchando mil voces al unísono con la mía, porque estoy a mares de distancia de Colombia. También a kilómetros de entendimiento de la realidad social de mi país; sin embargo, destrabo la frustración escribiéndole.
No puedo decir que me duele, porque el dolor es físico. Más bien me acongoja. Quiero decir, y pongámoslo en contexto: un inmigrante colombiano presa de su teléfono móvil, los ojos encarcelados por la pantalla, los oídos extraviados en vítores de justicia, pero más que nada en la palabra «hijueputas» que, en la gran mayoría de los videos, reciben los policías del país. Como todo es para el pueblo, por el pueblo, con el pueblo, desde el pueblo, pues los hijueputazos para el hijueputa.
Las balas, las llamas y los gritos llegaron la noche anterior a los barrios frecuentados por amigos míos. Al escribirles, me responden que están bien. Un amigo mío es mecánico del SITP en La Aurora, en Bogotá, y me dice que están utilizando esos grandes parqueaderos de buses como bases para policías y militares, que no quiere ir a trabajar. Claro, cómo no tener miedo de trabajar allí.
Ayer jugué fútbol en el pueblo donde vivo; quien organiza el cotejo es policía. Me preguntó por mi país, porque estamos en boca del mundo entero, claro, y yo le respondí que a los policías les decimos —gritamos— «hijueputas» con la convicción de que si el pueblo entero lo dice es porque algo de verdad lleva. Se lo dije mirándolo a los ojos mientras él, compungido, cambió de tema.
Recuerdo que en 2017 estaba haciendo mis prácticas de periodismo en NTN24 para el programa La Tarde. Como el programa es dirigido y presentado por una venezolana —gran mujer, valga decir— la primera hora de contenido tenía que ver sobre Venezuela, que para ese entonces estaba encapsulada en la mayor de sus protestas sociales en contra del régimen de Nicolás Maduro. Cubríamos todos los frentes de la noticia. Aquel canal, todos sabemos, vende el humo que ahoga al pueblo. No obstante, para mí, que me encargaba de recopilar imágenes repugnantes de los asesinados y heridos, de contactar a las madres sin hijos ya, hijos hechos humo, conciliar el sueño no era importante siquiera. 134 días de protestas dejaron 127 muertos (oficialmente) y casi 3000 detenidos.
Entonces leo los datos que muestra ahora Colombia, en menos de diez días de paro y pienso: «los colombianos somos unas gonorreas», «sí que somos bravos, pero ¿tanto desprecio por la vida?»
Veo imágenes de los gigantescos murales pintados en las ciudades más importantes del país, todos con mensajes claros y contundentes en contra del acanallado Gobierno insulso y fascista lleno de individuos que seguramente caminan de espaldas, y me emociono. Es una emoción llena de juventud.
En el juego siempre salvaba patria el más arriesgado, el más rápido, el más sagaz, el más fuerte, el mejor colocado.
Que el joven colombiano tenga en su mente la convicción de cumplir con el deber de darse a sí mismo una vida digna, darle a su madre una vida digna, a su padre una vida digna, darle a su hijo una vida digna, darle a su hermano una vida digna, darle a su amigo una vida digna.
Que la joven colombiana tenga en su horizonte el tan ajeno bien común, que lo propugne y coseche, y que crezca como un guayacán la patria de las aves y los mares.