Columnista:
Andrés Arredondo
Él es un hombre alto e imponente. Su cabello cano y corto parece servirle de marco a una cabeza redonda de cara amplia y lustrosa, de ojos expresivos. Dice que es oriundo de Tadó, en el Chocó y es además habitante de calle y en calle, porque vive con unos familiares lejanos donde solo goza del privilegio de poder dormir en una cama astrosa y vieja. Sus largas horas de vigilia las pasa al lado de una clínica veterinaria, esperando que alguien se acuerde de él, mientras trata de demostrarle a sus potenciales y escasísimos clientes que les cuida sus carros en el parqueadero de tres plazas con el que cuenta la clínica.
Pasando la calle se encuentra una iglesia a la que llegan en cantidades variables los parroquianos, la mayoría jubilados, en sus vehículos eternamente limpios y de marcas reconocidas, útiles para pulir estatus. Es un lugar en el que pueden acomodarse con facilidad unos 30 automotores. De hecho en «horas pico» trabajan allí dos cuidadores de carros quienes reciben algún dinero que sobrepasa con mucho el que recibe nuestro hombre del Chocó en su inhóspito parqueadero.
¿Por qué nuestro gentil hombre no atraviesa la calle y trabaja cuidando los carros que van a la parroquia? Resulta que eso no es posible porque estas calles, los parqueaderos en la vía, los paraderos de buses, las glorietas, los semáforos y todo, todo tiene «dueño». Sin embargo, Gabriel, el chocoano, es un hombre corpulento, de manos como mazos. ¿Por qué no se impone y echa a los flacuchentos que trabajan al frente, o por lo menos reclama o se «gana» un espacio para trabajar en ese lugar que es mucho más auspicioso y rentable? Porque no tiene relaciones, y no las quiere tener, con la mafia que detenta esos lugares cobrando cierto dinero por el «derecho» de uso.
La privatización del espacio público debe ser uno de los fenómenos criminales más extendidos, problemáticos, invisibles e ignorados que existen. Según un estudio del Instituto Popular de Capacitación (IPC) de 2019, en Medellín la coerción extorsiva o rentas ilegales, fenómeno concomitante al aludido arriba, produce un monto de más de 150 mil millones de pesos anuales en ganancias para las estructuras criminales, y eso que el estudio solo abordó dos comunas de Medellín.
Los hechos asociados a la cooptación ilegal del territorio con fines de lucro y sus múltiples facetas, como son las dinámicas de relacionamiento entre actores legales e ilegales –que en esa investigación se denomina «amalgamamiento»–, las prácticas ilegales asociadas; entre las que se cuentan el expendio de drogas ilícitas, la trata de personas, el cobro por seguridad a residencias y locales comerciales (coerción extorsiva propiamente dicha), el tráfico de armas, entre muchas otras, son una especie de niebla densa y turbia que invisibiliza problemáticas como la marginalidad y situación de casi total indigencia de un hombre como Gabriel que no tiene mayores posibilidades de empleo dada su edad y analfabetismo, cuando no también por su raza negra, en vista de que se rehúsa a pactar o tener negocios con las redes criminales.
En el fondo las prácticas ilegales poco a poco van apareciendo no como una acción que transgrede la ley, sino como una anomalía más o menos soportable en cuanto esta aporte algún beneficio en particular. Es obvio que a largo plazo tal anomalía tenderá a su naturalización o normalización, al punto de que será difícil identificar si el bien o servicio ofrecido cuenta con el aval legal, pero por sobre todo legítimo, para ser ofrecido.
Tal vez no sea tan difícil advertir en ese escenario la configuración de una especie de Estado molecular que opere no como una entidad omnímoda y totalizante, reclamando la monopolización del uso de la fuerza y erigirse de este modo como el referente para rubricar y hacer operante el contrato social entre ciudadanos, sino, por el contrario, como un vasto archipiélago lleno de zonas oscuras en las que todo sucede «por debajo de cuerda» y otras menos opacas en la que el ciudadano honesto concurre cual Gabriel sin oportunidades.
Ilustración cortesía de Medellín en 100 palabras.