Columnista:
Hernando Bonilla
Hace algún tiempo, una parte de la sociedad se hacía cruces porque el general Eduardo Enrique Zapateiro, comandante del Ejército, lamentaba la muerte de Jhon Jairo Velásquez Vásquez, alias ‘Popeye’, otrora sicario del Cartel de Medellín, y también porque el general Mario Montoya Uribe, quien ejerció en otra época el mismo cargo, y aparece implicado en el ominoso asunto de los ‘falsos positivos’, atribuía el origen de esos crímenes a la falta de educación de los muchachos que se alistaban en el Ejército, debido a su estrato: dijo que eran estrato uno.
Y cada vez que se conocen excesos y flagrantes violaciones a los derechos humanos por parte de los miembros de la Fuerza Pública, se habla de su necesaria profesionalización y transformación, por la deficiente educación que reciben sus miembros en valores, principios éticos y, sobre todo, en derechos humanos, desde las escuelas de formación.
Pero de nada sirve la profesionalización y formación adecuada de las Fuerzas Armadas, cuando lo que viene fallando es la política de mantenimiento del orden público en el territorio nacional y la garantía de la convivencia democrática, que se debe fundar en el respeto del ser humano.
Ser humano. Algo que parece no entienden las autoridades que dirigen el Estado colombiano. Colombia está edificada en el respeto de la dignidad humana. Eso dice el artículo 1º de la Constitución Política.
Por ello da profunda tristeza, vergüenza, dolor de patria, escuchar a un ministro de Defensa, que parece mejor de guerra, como se denominaba ese cargo muchos años atrás, señalar que los niños, víctimas fatales del bombardeo del Ejército del pasado 2 de marzo, por encontrarse en el lugar de la operación y haber sido reclutados, vaya uno a saber de qué manera, son máquinas de guerra.
Es inaudito que el jefe de una cartera cuyo nombre significa, entre otras acepciones, según el diccionario de la RAE, amparo, protección, socorro; que representa al Estado que abandonó extensas regiones del país y las dejó al garete, sin instituciones, educación, salud, etc., en situación de extrema precariedad aprovechada por los grupos al margen de la ley, venga ahora a decir que los menores víctimas del abandono son máquinas de guerra. Se refiere de esta manera a aquellos seres humanos cuya protección por parte del Estado es reforzada y cuyos derechos prevalecen sobre los de los demás.
Pero el hecho no es nuevo: el exministro de Defensa Guillermo Botero, de este mismo Gobierno, por el escándalo desatado por la muerte de siete menores en otro bombardeo el 7 de septiembre de 2019, luego de un debate en el Congreso de la República, terminó renunciando a su cargo con reconocimiento y elogio incluido por su gestión de parte del presidente de la República. Una verdadera afrenta a las víctimas. Tanto en este caso como en el de los últimos días, graduaron a los menores de combatientes y, por tal razón, de objetivos militares legítimos.
A pesar de que no se puede restar importancia a la forma como los niños terminaron en los campamentos en estos dos episodios, pues su reclutamiento constituye una violación al Derecho Internacional Humanitario, lo cierto es que el Estado colombiano también violó el DIH al desconocer el principio de precaución y el estatus de víctimas de aquellos. Y al equipararse a su contraparte el principio de no reciprocidad.
Pero de nada sirve exigir respeto de los derechos humanos y el derecho internacional humanitario a los miembros de la Fuerza Pública, si la cabeza del ministerio de Defensa no los respeta. Si la política de Estado es otra. Se puede percibir en quienes llegan a ocupar la cartera mencionada, el olvido de los objetivos primordiales del Ministerio, que no son otros que el mantenimiento de las condiciones necesarias para el ejercicio y el derecho de las libertades públicas, la protección de los derechos humanos y el aseguramiento de la convivencia en paz de los habitantes del territorio nacional. La prioridad, como política de Estado, es la guerra y el exterminio del enemigo interno sin importar las consecuencias.
De ahí la defensa a ultranza de los excesos y las violaciones a los derechos humanos y el derecho internacional humanitario que se atribuyen a los miembros de la Fuerza Pública. De ahí las “máquinas de guerra”, o “no estarían cogiendo café”, o los falsos positivos no fueron 6403 como dice la Justicia Especial para la Paz (JEP), sino menos. Como si la cuestión de las ejecuciones extrajudiciales fuera las cifras y no su origen, sus causas o su promoción.
En fin, no se le puede pedir peras al olmo. El problema no es solo de educación y profesionalización de los miembros de la Fuerzas Armadas, sino también de políticas. Se requiere que los gobernantes asuman su obligación de hacer cumplir los fines del Estado y garanticen la efectividad de los derechos. Que protejan a todas las personas, como dice el artículo 2 de la Constitución Política. Que toleren y respeten las diferencias.
Mientras esto no suceda, seguiremos asistiendo pavorosamente al espectáculo de la muerte en Colombia, no solo de menores víctimas del conflicto, sino de líderes sociales, defensores de derechos humanos, ambientalistas, exintegrantes de las FARC, etc.