Columnista:
Andrés Arredondo
Pensemos un instante en estas dos expresiones: El dolor que no cesa y la permanencia de la ausencia. Esas son dos frases contundentes y abrumadoras representan el sentimiento que embarga a las familias y amigos de las personas desaparecidas en medio del conflicto armado en Colombia.
Las cifras oficiales reportan en la actualidad —año 2021— más de 120 mil personas desaparecidas en el país. Sin embargo, la historia de ese número es bien singular. Hasta hace un par de lustros la oficialidad reconocía unos 26 mil casos; no obstante, luego de un riguroso ejercicio liderado por el Centro Nacional de Memoria Histórica en cabeza de Gonzalo Sánchez y cuya relatoría fue realizada por la profesora Elsa Blair de la Universidad de Antioquia, se halló que «Pese al subregistro, tras confrontar y depurar las bases de datos existentes, el número inicial de 26.000 víctimas ha quedado atrás, y hoy estimamos que son 60.630 las personas desaparecidas entre 1970 y 2015» (2016, pp. 16-17). Aunque ese valioso avance para intentar comprender y dimensionar el inconmensurable universo de víctimas de desaparición forzada pocos años después el proceso de indagación, sufre otro remezón y es cuando asistimos a que la propia Luz Marina Monzón, directora de la Unidad de Búsqueda de Personas dadas por Desaparecidas (UBPD), exprese con claridad a finales del año 2020 «buscamos a 120.000 personas desaparecidas».
¿Qué significan estas cifras? ¿Cómo es que en un país que se dice democrático y garantista de los derechos humanos se produce uno de los dramas humanos más profundos y siniestros del hemisferio occidental y apenas nos damos cuenta o difícilmente mueve a algún interés por parte de millones de personas?
Muchos afirman que el problema no son las cifras, pero sí que lo son. Cada caso significa una derrota como humanos y un dolor lacerante que no se extingue en familiares y amigos. El problema se agudiza y suele malinterpretarse cuando solamente cabalgamos sobre cifras y su continua, abultada y absurda danza cotidiana, plastificada desde los grandes medios de comunicación que tienden a trivializarla y a convertirla en un drama de otros, o en todo caso, a prefigurarla como algo anómalo y ajeno a lo que le pueda suceder al «ciudadano de a pie».
«¡No son 6402 falsos positivos!» decía una voz oficial frente a esa otra catástrofe humana que también padecemos en Colombia «… son un poco más de 2000 según la Fiscalía». Enunciados como esos inducen de inmediato a pensar «Son solo 2000… ¿Cuál es el escándalo?, ¡podrían ser más!».
Como si esto no fuera suficiente se interpone ante los esfuerzos por dimensionar y comprender las cifras, la realidad tozuda del subregistro que obliga a expertos, organizaciones de víctimas y familiares a estimar que no menos de 160 mil personas han sido víctimas de desaparición. Si hiciéramos un recorrido mental con los datos disponibles —oficiales—, para vislumbrar la forma en la que las cifras se expanden desde un territorio pequeño hacia geografías más amplias del país, encontraríamos el siguiente panorama:
Se estima que en la Comuna 13 de Medellín existirían unas 650 personas desaparecidas; para Medellín en su conjunto se habla de 3688 y para Antioquia 30 607 según datos del Instituto Nacional de Medicina Legal suministrados por la UBPD, siendo el departamento más afectado por este fenómeno. Es decir, una cuarta parte de los desaparecidos del país están en Antioquia, que a su vez representa tan solo el 5,44 % del territorio nacional.
El dolor que no cesa o la permanencia de la ausencia, también debe ser experimentada por el conjunto de la sociedad que ha tenido la fortuna de no verse tocado por el drama de la desaparición forzada, si no lo hace es un síntoma inequívoco de enfermedad y decadencia de esa sociedad.