Columnista:
Tatiana Barrios
Por estos días he estado leyendo Las mujeres en la guerra de Patricia Lara, un libro que en definitiva me ha consumido y llevado a reflexionar como joven colombiana sobre la historia de nuestro país; sus errores y los orígenes del desastre que, lastimosamente, al día de hoy no para. El libro es una recopilación de testimonios de mujeres que, de un lado o del otro, estuvieron viviendo el conflicto y todavía hoy conservan las llagas que les dejó. Unas, con orgullo, no se arrepienten, otras elegirían nuevos caminos, otras empezaron a cambiar su concepción social y política, y así, cada una labró su destino y contó un poco su historia para que permaneciera en la memoria de quienes la leemos.
Noté lo necesario que es leer la guerra desde la mirada de quienes directamente la vivieron. Porque sí, si bien la guerra en Colombia ha sido un capítulo que nos ha afectado de forma general a nivel social, cultural y económico, es innegable que son los grupos poblacionales periféricos los que más han tenido que sentir el dolor y la angustia en sus vidas.
Por esos días, compartí en redes la siguiente pregunta: ¿cuál crees que es el origen del conflicto en Colombia? Para mi sorpresa, muy pocas personas se detuvieron a responder. Me reí, pensé entonces en cuán impopular debo ser en redes sociales; sin embargo, la pregunta la habían visto aproximadamente 200 personas, en su mayoría jóvenes del común, como tú y como yo, solo habían respondido unos 8. Empezó la decepción, mi hermana me dijo que, a lo mejor, simplemente no les interesaba el tema, y tal vez sí, pero, ahí viene lo peor ¿cómo no nos interesa el tema? ¿Si no nos cuestionamos nosotros el origen, la razón de ser y su desarrollo, cómo va a ser posible transformar esa realidad? ¿No estaremos más bien condenándonos a la repetición de lo que nos ha causado tantos años de sufrimiento?
Entiendo que no todos tengamos los mismos gustos, pero creo que reconocer la realidad del país no es una cuestión de gustos, es cultura necesaria para crear una sociedad consciente del dolor del otro. ¿Qué clase de jóvenes formamos? Estamos creando generaciones a las que no les importa la realidad política en la que se mueven (y que les afecta directa o indirectamente) porque es aburrida. Ahora, si fuera que nuestro desconocimiento no tenga efectos, pero esa ignorancia a gran escala nos hace manejables ante cualquier político, nos impide actuar de forma eficaz para detener los sufrimientos que tantos jóvenes padecen en esos extremos del país que muchos ignoran.
Estamos apáticos, nos hemos convertido en una generación que se promulga a sí misma defensora de la igualdad, el medio ambiente y los derechos humanos, pero a la hora de la verdad no trasciende, no busca raíces para cortar y se queda en lo que suena bonito, en lo que se ve divertido, en una que otra marcha o en lo que es publicable (sí, me refiero a los hashtags). No digo que todos, tampoco digo que pocos. Solo creo que las cantidades de jóvenes que al día de hoy todavía ignoran muchas verdades del país en el que viven, es alarmante. Nos quedamos con las tendencias y el fogonazo de la indignación, uno que otro hashtag en Twitter y no más. Ahora, no me mal interpreten, no es que el uso de las redes sociales no sea efectivo, porque en realidad este genera visualización de las denuncias sociales, pero para el cambio que necesitamos se requieren jóvenes con criterio.
No se engañen, soy una joven con fe en la juventud, porque creo que es la edad donde la curiosidad sale a la luz y ese espíritu de transformación y de igualdad se hace más fuerte, pero ¿a dónde se están yendo esos sentimientos? Más allá de la historia que generó este cuestionamiento en mí, pensemos en nuestra cotidianidad, ¿cuántos jóvenes en el país leen, ven, o escuchan la historia del conflicto que ha vivido el pueblo al que pertenecen, más allá de lo dicho por los noticieros y lo dado en materias obligatorias del colegio o la universidad?
Sí, son más los que no lo hacen, y esa es, en definitiva, una pregunta que nos debemos hacer; confrontarnos para ver qué tanto me intereso por las problemáticas que afectan el país en el que vivo.
Pensamos siempre en irnos de Colombia, nos sumimos a la resignación y preferimos creer que algún día tomaremos rumbos al exterior, pero no nos preocupamos por los que aquí quedan, los que con la misma edad solo piensan en salir del pueblo en el que escuchan balas todos los días, sueñan con dejar de contar muertos o con poder estudiar una profesión.
Que no se nos nuble la mirada, porque sí, hay que enfocarnos en nuestros sueños, pero ¿qué nos cuesta aportar para ayudar en los sueños de otros? No podremos quitar de nosotros la tinta de sangre que el conflicto ha dejado, si desde ahora no empezamos a cuestionarnos el porqué del mismo, qué ha llevado a tantas personas al uso de las armas, al microtráfico, al sicariato, ¿qué hemos hecho mal como sociedad para formar adultos violentos?
Sí, sé que esta columna tiene demasiadas preguntas, pero creo que de vez en cuando generar cuestionamientos es bueno. Díganme ustedes, ¿cómo es posible que la generación que se desata en redes defendiendo los derechos de una mujer frente a la que se masturbaron en un bus, o de una chica trans a la que dejaron morir solo por su identidad de género, no le interesa aprender sobre el causante de múltiples violaciones de derechos humanos, genocidios, torturas, desapariciones, violaciones, muerte, muerte y más muerte, de tantas poblaciones vulnerables en el país?
Fuera de preguntas, creo que se me hacía necesario aprovechar este espacio para abrir paso al cuestionamiento y la reflexión. No es posible que nos tengan que matar a un ser querido o que nos suenen los disparos al lado del oído para que nos interese el problema y resolverlo. Siempre creeré que el conocimiento genera mayor sentido de pertenencia, y el sentido de pertenencia genera necesidad de actuar, proteger, restaurar. Si no conocemos nuestra historia y le sacamos el cuerpo a aprender más allá de lo que los sistemas educativos proponen (y en lo personal, no creo que nos quieran contar suficiente), no nos va a interesar el sufrimiento ajeno y muchísimo menos vamos a saber cómo entrar a aportar. Terminaremos quedándonos en los comentarios de siempre: «pobrecitos», «qué pesar» y seguiremos apoyando a personas que perpetúan situaciones como estas, seguiremos en nuestros contextos ignorando la cultura de la violencia, e incluso, volviéndonos parte de ella.
Entonces, no podemos pedir un cambio mágico del país que no nos gusta cuando no nos detenemos a analizar qué genera esas inconformidades. No podemos quejarnos de tener que mirar opciones en otros países porque «nada sirve». No podemos quejarnos y decir que «el país está jodido» porque no estamos haciendo nada para cambiarlo. Sí, estamos jodidos, pero si usted no hace nada desde sus capacidades para cambiarlo, usted hace parte del problema, usted nos tiene jodidos también.
La invitación es clara, analicemos hasta qué punto nos interesamos por nuestras realidades nacionales y cómo esos actos repercuten en la vida de muchos. Porque recuerden, es una cadena: si conozco, me pertenezco, si me pertenezco, actúo eficientemente. Una falla en el inicio de la cadena y el proceso no cobra vida, el cambio se frena y usted solo se queja.
En esta columna me limito a criticarnos a nosotros como jóvenes colombianos. No al presidente, no a los partidos, no a nadie más. Hay que empezar a cambiar desde donde podemos, para llegar a donde queremos. No nos gustan los gobiernos, pero no nos educamos para elegir bien, entonces ¿qué otra cosa vamos a pretender?