Columnista:
Julián Bernal Ospina
La cifra podría ser de un dígito y ya sería una tragedia. Tan solo la intención de aniquilar una vida y suplantar una identidad debería ser suficiente para un ejercicio de autoexamen, mucho más necesario en cuanto que esa suplantación tiene origen en una vil búsqueda de beneficios. Y eso que seis mil silencios podrían ser solo una mínima parte del total de seres humanos que no lograron trascender el anonimato de cuerpo maltratado en fosa común. Así y todo, la cifra de «falsos positivos» revelada por la Justicia Especial para la Paz, entre los años 2002 y 2008, mucho más excesiva que la esgrimida por la Fiscalía, da para levantarse de la mesa y romper todos los vidrios.
Es la dimensión sofocante de este conflicto colombiano y violento –quiero creer que no se trata de sinónimos– que apenas comenzamos a comprender. Si se me permitiera comparar, cosa que no es lo más indicado para el reconocimiento absoluto de una vida, diría que se trata de seis mil cuatrocientos dos silencios como seis mil cuatrocientas dos voces repletas de tierra y piedra; sepultadas en cementerios improvisados en donde la única cercanía que existe es el abandono. Diría también que esos silencios hablan, cada día más fuertes, desde las entrañas de Colombia, con la forma de murmullos esperando resonar en nuestra conciencia colectiva. Seis mil cuatrocientas dos vidas que aún hablan después de muertas.
Si siguiera comparando, esta vez por la otra cara de la moneda, tomaría uno de esos silencios y me fijaría en el cuerpo que dejó de decir su palabra viva. Seguro cualquier nombre que encuentre al azar –Juan, Roberto, Julio, María, Mercedes, Laura– podría nombrar alguna persona que antes existía, que iba en una bicicleta tímida, que contaba cuentos al anochecer y que trabajaba recogiendo café para no morir de hambre. De un momento a otro la cédula se quedó sin quien la portara y la ropa que usaba permaneció sola y colgada esperando la próxima puesta. Nunca sabremos de qué forma personal le pasaría el tiempo por la piel.
Todavía no me iría de ese silencio y diría que es más profundo que todo el silencio que se oye en Marte y que todos los silencios planetarios juntos que la humanidad descubra en el universo. Mientras que estos últimos son los de una maquinaria incomprensible que es el cosmos, los de Juan, Roberto, Julio, María, Mercedes y Laura entrañan el abismo del ser humano, su maldad injusta, su perfidia inagotable. A pesar de esa contundencia, es sabido que no faltarán las artimañas argumentativas que justifiquen las muertes. Dirán –dicen– que no fueron tantas, que no midieron bien las de otras épocas o que es un tema demasiado espinoso para opinar y para meter las neutrales manos de la ciencia. Hallarán nuevas y mejor acabadas fórmulas de «No estarían recogiendo café».
Al escribir esto, las madres aún buscan a sus hijos y tal vez un hermano empieza a descubrir la extraña ausencia de quien dijo que iba lejos a buscar mejor vida. Porque la guerra nos jala los pies y se disfraza de civilidad. El Ejército Nacional se pone el impoluto uniforme cuando en lo profundo todavía resguarda la bestia. La lógica de guerra está legitimada por la formalidad de la institución. Que las pantallas y los titulares y los edificios no nos oculten esta verdad: solo nos ha salvado tal vez a usted, estimado lector, y a mí, el blindaje urbano y el privilegio de la burbuja. Si no, hubiéramos podido ser también uno de los seis mil cuatrocientos dos silencios enterrados. Ya que no lo somos, hagamos que cada uno de ellos truene tan duro como el tamaño de su ausencia.