Columnista:
Andrés Arredondo
Como es sabido, todo en lo humano tiene su dimensión política. Al ser poseedoras de cultura, las sociedades humanas orientan sus acciones por decisiones que parten de una valoración subjetiva, diversa y cambiante. Por más sofisticadas que sean las colonias de abejas u hormigas, una reina o una obrera tienen un rol estrictamente limitado; de tal manera que el funcionamiento y el éxito de la colmena esté altamente garantizado, al costo tal vez, de su propia inconsciencia.
El berenjenal en que se ha metido nuestra especie deviene de su talento para utilizar la imaginación y el raciocinio, al punto de que, paradójicamente, se ve al borde de su propia autodestrucción. Grandes problemas motivan grandes soluciones, como en el caso de la actual pandemia del COVID-19, que en Colombia ha causado alrededor de 56 000 muertos. Pero esas soluciones en países como el nuestro, históricamente instrumentalizado por castas políticas inescrupulosas, solo pensando en sus propios intereses, tienen costos que agravan la problemática.
En muchos países en los que se ha creído en la educación pública, universal y de calidad se «dan el lujo» de disponer de sus propias vacunas, y no solamente en aquellos, llamados de primer mundo, como los europeos, Rusia o Estados Unidos; sino en sociedades en donde los conceptos de la dignidad y la soberanía han ayudado a construir la narrativa de la identidad nacional como es el caso de Cuba; en Colombia apretamos los dientes esperanzados en que los estragos de la peste no sean incluso mayores mientras se espera la llegada de la hiperanunciada vacuna.
El problema resulta mayor si se observa el altísimo nivel de politización de la vacuna por parte del Gobierno Duque, que utiliza el tema como una especie de burladero para que el toro de la protesta social que permanece latente y fortalecido no lo embista; pero al mismo tiempo, como trama sigilosa que le ayude a llegar al final del mandato con algo de oxígeno político y de pasada hacer el numerito al que ese sector político nos tiene acostumbrados desde hace marras, aupándose al poder y manteniendo las cosas tal como están: un país sumergido en la barbarie contra los líderes sociales, los atentados contra el proceso de paz, la indolencia frente a los daños ambientales, la corrupción galopante, el nepotismo grosero, entre muchos otros males.
Vivimos en un país capturado e instrumentalizado por el uribismo, que es la última piel de un engendro que deviene en casta política especializada en aprovecharse de las inmensas riquezas físicas y potenciales humanas que nos caracterizan, lo que explica con claridad por qué muchos países de la región comenzaron las vacunaciones desde diciembre: Chile, Argentina, Brasil, Costa Rica, México, incluso Perú y Ecuador, desde enero –mención aparte merece Cuba que iniciará la inmunización con ¡su propia vacuna, la Soberana 2!–, mientras que en Colombia permanecemos paralizados por el siniestro hilo de los acontecimientos cotidianos, donde las masacres marcan su día a día en el tenebroso ritual-mensaje de aleccionamiento impune.
En este año, en el que se cumplen treinta años de promulgación de la nueva Constitución Política, resulta impactante comprobar que esa Carta, que ha sido una promesa y una esperanza de transformación colectiva, también haya sido minuciosamente atacada por la casta antes mencionada, para quien no resulta casual que la pandemia sea una aliada.