Columnista:
Julián Bernal Ospina
Los Reyes Magos les trajeron como regalo a los estadounidenses una meticulosa dosis de sí mismos. Los científicos sociales están desesperados desempolvando teorías para comprender lo que sucede en Estados Unidos. ¿Cómo hacerlo si se interpone un extraño sujeto que es un cuerpo maltrecho, grande y naranja? Su estética excesiva y antinatural bastaría para repeler cualquier mente con algún asomo de cordura. Pero el intranquilo mundo del entendimiento no se limita al deber ser. Después de todo, los vikingos semidesnudos –blanquecinos de barba fácil como sus gritos, amantes de las AK-47 y de su racismo estúpido– no es que sean el deber ser nada. Sin mencionar la estulticia.
Al manido término de «fascismo» le han puesto el prefijo neo y nos ha quedado la misma simpleza violenta del siglo pasado, cuando los campos de concentración hicieron olvidar a la humanidad la esclavitud negra, el colonialismo en los países del sur y los exterminios masivos en busca de Los Dorados. Hoy, también podría hacernos olvidar que los blanquecinos de barba fácil no son un artilugio vikingo ni mucho menos. Han estado ahí, matizados en las instituciones; algunos en corbata, otros solo viajan en sus carros destartalados y comen lo que queda en la nevera basurero.
El mejor entendedor ha sido el señor naranja (que no es el colombiano, es el de peluquín mono). El señor trumpo ha sabido, mejor que nadie, bailar en el rectángulo del mundo; al final del dedo corazón, en donde aún queda mugre sin limpiar. Sí, Estados Unidos como la uña de esta Tierra, y Trump como el trompo que mejor sabe bailar sobre ella. Los demás han bienpensado que la democracia perfecta es inmune a ese tipo de actos de la barbarie latinoamericana. También han dicho, con su mascarilla y con sus palabras desinfectadas, que toda la culpa es de ese ser misógino y megalómano tan alejado de los valores de los padres estadounidenses, tan alejado de ellos.
Pero la realidad les quedó grande, o solo no la han querido ver.
La imagen del Capitolio de Estados Unidos, invadida de banderas en las que relucía la palabra Trump, ha hecho pensar al mundo la triste noticia de que ese edificio construido a finales del siglo XVIII se convirtió en uno de sus hoteles. Tal y como Obama lo dijo, tan burlona como certeramente, hace ya unos años en su célebre acto de descortesía. Los congresistas escondiéndose en los banquillos, los escoltas a la espera con pistolas y los próceres con gorra de Trump son nada menos que los cálculos políticos del hombre naranja, favorecidos por la legitimidad que tiene con una gran parte de la población y por los intersticios institucionales que no logran deshacerse de él, porque en buena medida se parecen.
En la misma pared en la que cuelgan los rifles enganchan también los cuadros de los paisajes más bucólicos. En el mismo cajón en el que guardan la biblia esconden la mariguana. Y con la misma boca con la que alaban a su Dios desprecian a sus diferentes, que para ellos son inferiores. Esa bola de nieve de fake news se les creció tanto que los puso en jaque a sí mismos, y develó, no solo que la democracia occidental por excelencia es una fachada, sino que Trump puede hacer lo que se le dé la gana.
Veremos ahora qué sucede con la independencia de los otros poderes públicos, heridos en su honor de vedette a quien le han lanzado tomates con pelos rancios y naranjas en plena presentación. Sacarán al acto las enmiendas como un libro sagrado, pero lo sustancial seguirá tal cual, como un diablo viejo y barbado que se ríe tras bambalinas de todo el espectáculo.