Columnista:
Julián Bernal Ospina
Hoy la lluvia y el viento arrastran casas mal construidas, se llevan maletas y sueños, vuelven ríos la tierra seca. Sin embargo, es posible oír por ahí que la gran tragedia fue la derrota de la selección Colombia seis goles contra uno, o fue la imagen risueña de un diablo divertido por alguna calle de Medellín. La gran tragedia es, por eso, no ver la tragedia real: la de que miles de colombianos que hoy luchan contra el clima y la mala planificación para tener un día más de vida. Y, en cambio, fijarse en las cosas pasajeras: los goles o los diablos.
Lo más triste es que, si se ve la tragedia, tan solo se aplica la lógica asistencial de los días después, pero no la transformación estructural. Claro, la asistencia es necesaria en momentos como este –y el lector contrariado pudo haber hecho mucho más que yo, si me quiere preguntar “Bueno, ¿y entonces usted qué ha hecho?”–. Por supuesto, no se puede hacer nada contra la ira de un huracán ni contra la lluvia enloquecida. Y obvio, es mejor hacer algo que no hacer nada. Aunque no es un secreto que los mayores damnificados, año tras año, son quienes viven en la pobreza extrema del Chocó, o que Providencia signifique algo más que la disposición anticipada del olvido.
No es un problema del fútbol ni tampoco de la religión: celebrar un gol no nos hace menos ciudadanos ni menos inteligentes, ni odiar al diablo nos hace radicales y fanáticos. Es un problema de prioridad y de reconocer la gravedad de lo que sucede. Casi toda la infraestructura dañada de la isla de Providencia, miles de familias chocoanas teniendo que llevar a sus niños en baldes sobre los hombros: el horror de ver la casa derrumbarse, derruirse, como si segmentos de la vida fueran arrebatados sin importar el esfuerzo que significó conseguirlos, o que estos hayan significado las esperanzas de un futuro mejor.
Eso es tragedia que siempre se repite, como si no pudiéramos salir de ese círculo vicioso. Sí creo, no obstante, que sea posible salir de él, y para ello hay que exigirnos mucho más como ciudadanos activos que no se contentan con un puesto a fin de silenciar su palabra, y que exigen respuestas a las grandes injusticias en el país: la desigualdad, la violencia de género, la centralización como olvido de las regiones, la corrupción, la estigmatización, la guerra. Ciudadanos que no se complacen con una respuesta sacada como fórmula con el fin de aquietar los ánimos, y que más bien leen en esta clase de frases signos del vaciamiento del sentido.
Por ahí creo que es la cosa. No piense, estimado lector que, sobre todo ahora, decir que es de privilegiados acostarse en la cama, sentir el calor de las cobijas y lo cómodo de una casa confortable que lo aísla del frío signifique conformarse con eso para ver el dolor de los demás. Por ahí se empieza. Así que donemos, denunciemos y estemos pendientes de las políticas públicas que se diseñan para que podamos responder mucho mejor ante las crisis que se avecinan.
No nos dejemos engañar de quienes nos hablan olvidando el pasado: las élites políticas que siempre han hecho lo mismo con lo mismo, y que cada tanto se tiran la papa caliente, y se lavan las manos con las lágrimas de sufrimiento de los colombianos. Ojalá sepamos identificarlas, y que esto que padecemos ahora nos sirva para la coherencia en cada acto, consolidar nuestra crítica y aprender a ver la tragedia cuando esta se manifiesta crudamente.