Columnista:
Andrés F. Benoit Lourido
En octubre de 2019 el secretario de Estado de los Estados Unidos, Mike Pompeo, dijo que el país norteamericano valora la amistad con Colombia, porque su relación está cimentada en un conjunto de valores compartidos, compromiso por la democracia y por los derechos humanos. Pero la relación entre ambos países sin tanta diplomacia, son por dos temas principales: el terrorismo y narcotráfico.
La relación «amistosa» como dice Pompeo, entre Estados Unidos y Colombia, ha evolucionado en la medida de los cambios administrativos y algunos acontecimientos que se remontan desde el auge de las drogas, tanto en su producción en Colombia y América Latina como en su consumo en el extranjero. También, la trascendencia del por qué el negocio del narcotráfico ha sido tan exitoso, es por la asociación con la guerra.
Los estadounidenses han sido clientes-esclavos de este negocio desde Vietnam. El investigador polaco Łukasz Kamieński, autor de Las drogas en la guerra, dice que Vietnam representó para Estados Unidos «la primera guerra farmacológica real» por el consumo de drogas como la marihuana, heroína, LSD, opio o barbitúricos por parte de los soldados para sobrellevar la brutalidad.
Luego, viene el narcotráfico como instrumento de financiación para otras guerras, una acumulación económica y mecanismo de intervenciones militares estadounidenses en la Revolución Sandinista de Nicaragua, la invasión a Panamá, la invasión contra Irak y Afganistán; todas derivadas de una estructura gerencial y económica del narcotráfico, un hilo común de procesos globales que abarcan todo el planeta.
Estados Unidos no se quedó sin la predecible intromisión de los conflictos armados en Colombia. En los años 80 y 90 los traficantes colombianos dominaron el mercado de la cocaína y su producción coincide con la cúspide del narcofinanciamiento de Estados Unidos derivado de las guerras y con la masificación del consumo en ese país.
El negocio de las drogas en Colombia además de estar arraigado a los carteles, también lo ha estado a las FARC y el ELN, grupos armados considerados de extrema izquierda, un detonante ideológico para Estados Unidos que históricamente ha rechazado en todos los países del mundo. Paradójicamente, las élites políticas y los militares estadounidenses han intervenido en la lucha contra el comunismo auspiciado por el narcotráfico como un buen negocio capitalista que está por encima de los negocios petroleros y de la industria farmacéutica; mismo negocio del que hacen parte los grupos de izquierda. Un cómico círculo vicioso.
Entonces los estrechos vínculos entre Colombia y Estados Unidos se fortalecen por el negocio de la droga y los conflictos armados. Por ejemplo, han trabajado juntos desde el acuerdo bilateral Plan Colombia iniciado por Andrés Pastrana y Bill Clinton, con objetivos específicos para la revitalización social y económica y crear una estrategia anti-narcótica. Entre 2001 y 2016 Estados Unidos ha invertido 10 000 millones de dólares en ayuda militar, el mayor presupuesto de ayuda militar de Estados Unidos después del concedido a Israel.
En la actualidad, debemos tener en cuenta que las nuevas generaciones de grupos narcotraficantes en Colombia son las BACRIM. Una amalgama de organizaciones mafiosas como el Clan del Golfo, Los Pelusos, las disidencias de las FARC-EP, trabajando simultáneamente con el Cártel de Sinaloa y el Cártel Jalisco Nueva Generación, organizaciones criminales de México que buscan apoderarse de la producción y distribución de cocaína.
Las alianzas de los mafiosos también se extienden a relaciones amistosas con políticos y empresarios de este país en medio de negocios legalmente constituidos.
No ha habido nunca en la historia un expresidente en Colombia que tenga solamente vínculos con el crimen como Uribe. Él no ha sido amigo de pintores, escritores, sino de criminales, dice el periodista e investigador Gonzalo Guillén.
Para ejemplificar las amistades de políticos y empresarios con la mafia, está la “ñeñepolítica”, el escándalo de compra de votos para la campaña presidencial de Iván Duque. El ‘Ñeñe’ Hernández por su lado, tenía nexos con el narcotraficante Marcos Figueroa y este último tenía una alianza con el exgobernador de La Guajira, Kiko Gómez. Volviendo a la campaña del Centro Democrático, el piloto de Duque, Uribe, Holmes y generales era un piloto del Cártel de Sinaloa. Es decir, estos vínculos son desde todas las perspectivas posibles y las investigaciones dichas aquí están publicadas y denunciadas en La nueva prensa.
El papel de Estados Unidos respecto a estos escándalos del narcotráfico en Colombia es contradictorio. Mientras Donald Trump estrechaba la mano con Iván Duque por la lucha contra las drogas, (con aspersiones aéreas contra los cultivos ilícitos), el presidente colombiano, sumiso ante la potencia estadounidense, pretendía disimular sus vínculos con la mafia que lo ayudaron a subir al poder.
Ambos países han compartido una narrativa anticomunista, antisocialista o anticastrochavista, (neologismos anticuados para atacar los oponentes políticos cuando carecen de argumentos) y ambos han simulado una amistad «comprometida por la democracia» por la guerra contra las drogas. Pero no les sale del todo bien. En febrero de 2020, las autoridades estadounidenses arrestaron a un exagente de la Administración de Control de Drogas, acusado de conspirar con narcotraficantes colombianos para robar millones de dólares que el Gobierno de Estados Unidos había confiscado a los traficantes, según lo reportó la agencia Reuters.
Por otro lado, el hijo de Pablo Escobar, en una entrevista para El Confidencial de España, dijo algo que desmantela ese discurso diplomático de la «guerra contra las drogas», afirmando:
Mi papá le mandó 92 mil kilos de cocaína a la DEA, durante tres años embolsó más de 700 millones de dólares que le permitieron comprar voluntades, bandidos y financiar terrorismo. Las palabras literales de mi padre fueron: «Terminamos trabajando con quienes nos perseguían.
Concluyendo este escenario, la amistosa relación por la lucha contra el narcotráfico de Estados Unidos y Colombia es una problemática coyuntural inútil. Mientras exista la corrupción de Estado, los vínculos con mafiosos y financiamiento de las drogas para puestos políticos, el control de la tierra y apoderarse de todo el país, la inversión económica y las alianzas para acabar con los negocios ilícitos es un resultado en vano. Y mientras los organismos estadounidenses también se beneficien de la riqueza ilegal, toda esta diplomacia y compromiso que actúan en sus reuniones y ruedas de prensa se reduce a una dualidad.
Los dos Estados viven de apariencias y de paradojas. Uno con élites privilegiadas gozando del poder gracias al narcotráfico; el otro, como principal promotor del negocio de las guerras y las drogas. Y ambos, con políticas para enfrentar el tráfico ilegal y con discursos sobre paz y seguridad a las Américas contra el crimen organizado del «castrochavismo» de Cuba, Venezuela y grupos armados de izquierda, quienes también están envueltos en el narcotráfico. Siento la redundancia, pero es la naturaleza de esta contradicción absurda.