Columnista:
Hernando Bonilla Gómez
Hace unos días, el pueblo chileno se manifestó de manera contundente, en un plebiscito, para exigir el cambio de la Constitución vigente desde 1980, expedida durante el régimen militar dictatorial de Augusto Pinochet. La mutación se hará con la intervención de una convención constituyente, integrada con paridad de mujeres y hombres, que se encargará de redactar la nueva carta de navegación del país suramericano.
Se le critica a esa Constitución, en términos muy generales, su tendencia abiertamente autoritaria, no es para menos, dado su origen en un régimen militar, la poca garantía de los derechos y la falta de consagración de obligaciones estatales respecto de los derechos prestacionales (de segunda generación o sociales, económicos y culturales) y, como consecuencia de ello, una excesiva y asfixiante privatización de los servicios básicos, salud, educación, entre otros, lo que ha contribuido al aumento desproporcionado de la desigualdad e injusticia sociales, toda vez que el Estado, en ese país, se dedica solo al fomento y funge como intermediario y no garante de los derechos de las personas.
Mientras eso sucedió en el Estado austral, en Colombia las personas no reclaman en las calles por una nueva Carta fundamental, sino porque se aplique la que nos rige desde 1991 y se garanticen los derechos en ella consagrados; pues de nada sirve tener una Constitución democrática, garantista, si quienes detentan el poder la desconocen y vulneran. Es esa una de las causas fundamentales del malestar social en nuestro país, a lo que suma la corrupción que contribuye a la falta de satisfacción de las necesidades básicas del pueblo colombiano.
Basta con leer el artículo 2 de la Constitución, para entender que el Estado incumple sus fines; pues de servir a la comunidad, promover la prosperidad general, garantizar la efectividad de los principios, derechos y deberes consagrados en la Carta Magna, la convivencia pacífica y la vigencia de un orden justo, poco o nada se advierte en la realidad que vivimos todos los colombianos.
Y ni hablar de la falta de medidas adecuadas y efectivas para asegurar el mejoramiento de la calidad de vida de los habitantes, la distribución equitativa de las oportunidades y los beneficios del desarrollo, y la preservación de un ambiente sano, como propósitos que persigue el mandato constitucional de la dirección de la Economía a cargo del Estado y su obligación de intervenirla para su racionalización. Algo muy similar a lo que reclama el pueblo chileno.
Aunado a lo anterior, es evidente que quienes integran el Gobierno y el partido Centro Democrático (el del Gobierno), se quedaron en el pasado auspiciando una democracia formal, convencidos de que por haber sido elegidos por una «mayoría» en las urnas, están legitimados para tomar cualquier tipo de decisión política en representación y beneficio solo de esta, incluso por encima de los derechos de los demás. Olvidando que en los Estados constitucionales modernos, como el colombiano, garantista, fundado en el respeto de la dignidad humana, el poder de las mayorías y sus representantes no es absoluto y encuentra límites en los derechos fundamentales consagrados en la Constitución (democracia sustancial o material).
De allí la manía de proponer referendos o asambleas constituyentes, para tratar de pasar reformas constitucionales abiertamente antidemocráticas y que desconocen los derechos de las minorías, con la equivocada creencia de que, al contar con las mayorías, se habilita o legitima la posibilidad, formalmente democrática, de hacer cambios estructurales al Estado social de derecho, sumado a que estos se realizan cumpliendo con los mecanismos señalados en la Constitución y la ley (validez formal).
Obviamente, eventuales reformas así validadas, se hacen desbordando los límites del poder de reforma, cayendo en la sustitución de la Carta fundamental al desconocerse valores, principios y derechos en los que se funda el Estado social de derecho (validez sustancial o material) y por tanto, contrarias a la Constitución. Afortunadamente, para controlar estas situaciones y evitarlas, se cuenta con la Corte Constitucional en nuestro país.
El tratadista Luigi Ferrajoli señala que la legitimación del ejercicio democrático del poder:
«ya no es solo política o formal, es decir, fundada únicamente en el sufragio universal y en el principio de mayoría, sino también legal o sustancial, o sea fundada además en el respeto y la actuación de las normas constitucionales». [1]
Así las cosas, a pesar de que algunos opinan que el problema no es de la Constitución sino de los medios materiales para cumplir las garantías que ella consagra [2], precisamente ahora que Chile se prepara para la expedición de una nueva Carta fundamental, lo cierto es que siempre será mejor tener una Constitución democrática, garantista, como la colombiana, cuyo cumplimiento material pueda exigirse, no solo a través de los mecanismos de participación sino ante los tribunales constitucionales, que otra que no garantiza de manera efectiva los derechos de las personas, o no tenerla. De ahí la importancia de la decisión tomada por el pueblo chileno el pasado 25 de octubre: un paso más en el camino de la consolidación de la democracia.
[1] FERRAJOLI Luigi, “La democracia a través de los derechos. El constitucionalismo garantista como modelo teórico y como proyecto político”. Editorial Trotta, S. A., 2014, pág. 45.
[2] Columna de opinión de El Tiempo de 28 de octubre de 2020. Autor Thierry Ways.