Columnista:
Marco Fidel Gómez L.
No tengas miedo, decía mi mamá cuando alguna cosa me asustaba. Y efectivamente, en sus brazos, ese miedo se desvanecía. Esa sabiduría materna reconocía la existencia del miedo, no lo negaba, pero intuía en la confianza una fuerza transformadora. El miedo —hoy dice todavía — puede repelerse con un otro que acompañe.
Cosa diferente sucede hoy en Colombia. Decir que no tengan miedo equivale a decir tengan todo el miedo del mundo. No hay un gobierno que abrace, que genere confianza. Cómo no tenerlo, si los que juraron protegernos —con la mano levantada hacia el horizonte— son los mismos que en nombre de la seguridad apagan con sus manos mentirosas la vida de los vecinos que una mañana salieron a trabajar y nunca más llegaron; o los que, en un salón, pero no de clase, acomodan patadas al hígado de algún ciudadano y las hacen pasar como argumentos. No son todos, pero ahí están.
Cómo no tener miedo, si los que aparecen en televisión con el rótulo de senadores y senadoras— que deberían asistir los intereses del pueblo— son los mismos que arrecian contra aquellos que los eligieron y hacen confundir castigo con obediencia, trabajo con explotación y educación con servilismo. Esos mismos se llenan la boca hablando de paz, pero su paz es la que sale por el hueco del fusil. Hueco que es tumba, silencio y despojo. No son todos, pero ahí están.
Cómo no tener miedo, si ser estudiante, para ellos no es otra cosa que ser un vándalo. Si ser profesor es ser un adoctrinador “pro-Farc”. Si ser un líder social es ser un guerrillero camuflado. Si ser feminista es ser una loca escandalosa y resentida. Si ser indígena es ser un mantenido. Si ser periodista es ser un estratega politizado. Si defender los derechos humanos es ser un chiflado que defiende una idea desquiciada (¿derechos?). Es el ser lo que al final trastocan con sus palabras desprovistas de compasión. La lucha, entonces, es también lingüística y ontológica.
Todo lo alteran adrede, así confunden. Cada día, esas palabras atroces, crean el contexto para matar a una profesora y a una líder social y a una feminista y a una indígena y a una periodista y a una defensora de derechos humanos (arderán algunos ojos al leerlo en femenino, pues lo consideran desfachatez gramatical). Hacen del suplicio su contexto para gobernar. Van metiendo su miedo, que quizás es una suerte de violación, pues introducen violentamente en el cuerpo aquello que no queremos.
Es una violación porque su placer está en el miedo que inocula a las víctimas y en el poder que allí se asienta. Ya enseñó Humberto Maturana, biólogo y filósofo chileno, que «la democracia se vive y se define desde la emoción, no por fuera de ella». En ese sentido, no es casual que el miedo se use como estrategia para gobernar, pues tiene repercusiones en las decisiones de las personas: las emociones como soporte de la razón. Ese miedo embutido es el que concibe a nuestros gobernantes. La inoculación, esta vez, ya no es solo de forma individual, es también colectiva. En consecuencia, cada cuatro años nacen tales engendros, que a las malas, y por si fuera poco, nos hacen amamantar.
Finalmente, frente a todo el miedo del mundo— vuelvo a mi madre—tiene que haber todo el coraje del mundo. Ese que sale como grito, como texto, como reivindicación, como enseñanza. El coraje es el lenguaje de la esperanza. Una fuerza que llena y empuja, que dice cosas, aunque un vacío atraviese el alma. Recordemos con Freire, a propósito del centenario de su nacimiento: «Desconfiaré de quienes me digan, en voz baja y precavidos: es peligroso hacer. Es peligroso hablar. Es peligroso andar». Quietud del sentir y del pensar, así nos quieren. Pero en el coraje también hay razón, aunque nos digan que es odio puro.
A Campo Elías Galindo y a esos otros seres humanos que pronunciaron el lenguaje de la esperanza.
Mas que miedo, creo que muchos gobernantes ejercen terror para lograr o mantener el poder sobre sus administrados. Y no es una estrategia novedosa, en Alemania Hitler fue uno de los abanderados de su práctica, y siglos más atrás los romanos lo ejercieron por muchos años, torturaron y crucificaron a muchos, incluso a Jesús, para que el pueblo israelita, especialmente, se percataran de las consecuencias de no acatar las reglas, incluso algunos sacerdotes de la iglesia sometieron a muchos a tortura para que confesaran sus pecados o delitos y el seguimiento de la doctrina cristiana, de modo que gobernadores y la iglesia compartieron el poder con medidas que creyeron eran ejemplarizantes. El poder desde hace muchos siglos no sólo corrompe sino que ejerce prácticas políticas, religiosas, o cualquiera otra, sin importar que se le quite la vida o se vulneren derechos humanos y fundamentales. Colombia es uno de los países que no respeta esos derechos, aún estén consagrados en la Carta Magna, y es largo el listado de personas muertas y desaparecidas, dos de los ejemplos son la aniquilación de la Unión Patriótica y actualmente de líderes sociales. Aún así, existen muchas personas que no se dejan someter al miedo y hacen valer sus derechos y sus ideales cueste lo que cueste, como queriendo afirmar o sostentar aquella famosa frase de Fidel Castro: «Los hombres pasan, las ideas quedan»