Columnista:
Andrés F. Benoit Lourido
Van 53 masacres en Colombia en lo corrido del 2020 hasta el 7 de septiembre. Las últimas 2 fueron en un solo día: Zaragoza, Antioquia y Simití, Sur de Bolívar. En Indepaz afirmaron: «No se trata de hechos aislados. Hay una sistematicidad en las masacres y líderes sociales».
Estos ciclos de matanzas son agresiones directas a las comunidades por un control territorial al servicio del narcotráfico. Evidentemente, hay zonas más afectadas que otras como lo son el sur occidente, Cauca, Nariño y Putumayo y el departamento de Antioquia, pero todas las masacres, comparadas con las otras regiones como Valle del Cauca, Norte de Santander y otras, tienen un factor común: una violencia estructural cómplice del Estado.
En el marco de este doloroso escenario no hay respuestas válidas del Gobierno de Iván Duque. Él se ha reunido con familias, ha visitado algunas regiones, ha hecho discursos comprometiéndose a dar resultados y a la vez, promete estadios. Afirma que no son masacres, sino «homicidios colectivos», publica estadísticas de los mismos comparando gráficas de asesinatos entre los ocho años de su antecesor en comparación con los dos años de su mandato. Duque, vive reduciendo esta realidad de una forma desinteresada a eufemismos, haciéndose propaganda en redes sociales y en su programa de televisión inútil.
Colombia continúa sometida a las mafias con un Gobierno ausente. Actualmente, existe una transformación de los grupos armados ilegales y organizaciones criminales compuesta entre narcotraficantes, paramilitares, el ELN, disidencias de las FARC, extorsionistas, sicarios y sigue la lista. La relación cómplice del Estado, respecto a las disputas territoriales para el narcotráfico es, además de la ausencia, una asociación con estos mafiosos.
Para poner algunos ejemplos recientes, recordemos la ‘Ñeñepolítica’, escándalo de compra de votos para la campaña presidencial de Iván Duque con el narcotraficante José Guillermo Hernández. A esto le podemos sumar la sombra de los vínculos paramilitares que rodean a Álvaro Uribe, que posicionó a Duque como presidente y que asfixia la democracia con acciones fascistas, como lo dijo María Jimena Duzán.
El Estado tiene una lógica de negación a las masacres y asesinatos sistemáticos de líderes sociales mientras que el negocio maldito del narcotráfico monta consorcios económicos y toma territorios. La administración de Duque no cuenta con acciones políticas profundas para mitigar la violencia.
El Clan del Golfo, Los Caparrapos, Los Rastrojos, el ELN, los paramilitares, las disidencias de las FARC, hasta los carteles mexicanos como el de Sinaloa y Jalisco, no operan solos en el marco de las masacres. Ellos forman estructuras mafiosas aprovechando la negligencia o complicidad estatal y la vulnerabilidad de comunidades negras, indígenas y campesinas en territorios potencialmente aptos para el negocio de las drogas.
En estas regiones hay un alto índice de pobreza, pocas oportunidades de empleo y acceso precario a la educación, por lo que a la mafia le queda fácil delegar su estructura, reclutar bandas criminales, extorsionistas y fortalecer alianzas que están al servicio del lavado de activos, apropiarse de la tierra y masacrar personas con el objetivo de tener control y poder territorial y económico.
Colombia está en una de sus peores crisis sociales, por un Gobierno ineficiente, ausente y cómplice de la mafia. La coyuntura de la pobreza, el desempleo, falta de educación y más factores, flaquea nuestra sociedad, la denigra. El panorama de las masacres es cada día más desesperanzador.