Columnista:
Julián Bernal Ospina
A Carlos Valerio Echavarría y Lorena González Meléndez
El Macondo garciamarquiano es la metáfora de nuestros pueblos rurales latinoamericanos. Las casas de barro y cañabrava se fueron convirtiendo en burdeles para las orgías de la hojarasca económica, cultural y política. El ruido de la lujuria lograba ocultar la desigualdad y las masacres que se fueron gestando. Toda la grandeza del pueblo era apenas un parpadeo, un espejismo de una dominación provocada por el auge de una multinacional bananera. Melquíades lo había predicho con cien años de anticipación.
En la última escena de Cien años de soledad, como en un sueño, nos vemos al espejo de Aureliano Babilonia, que descifra los códigos sánscritos y rimados de Melquíades, al tiempo que se mira al espejo de la propia destrucción: mientras lee los pergaminos, presencia un «remolino de polvo y escombros centrifugado por la cólera del huracán bíblico». ¿Somos los lectores el siguiente eslabón de ese espejo en el espejo? ¿Somos Aureliano Babilonia mientras presenciamos la destrucción de nuestro mundo?
Macondo es una metáfora para mostrar la forma en que el mercado vigente y hegemónico ha concebido la ruralidad latinoamericana: un recurso con el fin de ser aprovechado. Llámese banano, petróleo u oro: la riqueza de la ruralidad no ha representado para estas mejorías, sino empeoramientos, marginalidad y más pobreza. Sin embargo, ante este hecho, los defensores del mercado liberal a ultranza sostienen que la fórmula funciona a la perfección: mayor inversión, mayor producción, mayor empleo, mayores ingresos. Una ficción que pretenden disfrazar de realidad a través de sus cálculos y sus fórmulas –mentiras pueriles encorbatadas–, pero que en últimas no es otra cosa que una elucubración, una representación más de la realidad. Algunos se aferran tanto a esta racionalidad que pareciera que a la religión contemporánea del dataísmo tuviéramos que sumarle la del mercadismo.
El problema no es que exista esta interpretación. Parte trascendental de los desarrollos de las ciencias económicas se ha labrado sobre el fundamento del homo economicus, un ser humano que toma decisiones con base en análisis de costo y beneficio, cuya racionalidad lo lleva a privilegiar su propia vida. Se habla de los grandes clásicos, en los tiempos en que los economistas eran filósofos: Adam Smith, Jeremy Bentham, John Stuart Mill, y un gran etcétera. El problema, en cambio, es que se pretenda que esta sea la única forma de concebir al ser humano, y que esta interpretación también impregne todas las decisiones de los gobiernos que, se supone, son de todos. Según este planteamiento, la ruralidad es un medio más, un territorio que tiene recursos para ser explotados, y pare de contar.
Ahí radica el problema. Por esa racionalidad sin matices –justificada por criterios de eficiencia y eficacia– grandes empresas se han aliado con grupos armados porque manifiestan tener el derecho de dominio de los recursos, habida cuenta de su supuesta capacidad productiva. Buena parte de la emergencia del fenómeno paramilitar en Colombia fue impulsada por esta justificación. (Ver, por ejemplo, la investigación de Bejarano, Correa y Ospina del 2018, llamada Paramilitarismo, multinacionales y modelo económico en Colombia 1997-2005: ¿amenaza armada o afinidad ideológica?).
No es mera coincidencia que el paramilitarismo se haya gestado sobre todo en zonas productivas como el Urabá antioqueño y cordobés, el Magdalena Medio y la Costa Caribe; que se mencionen empresas como Dole, Prodeco, Chiquita Brands, Banacol, Drummond, Urapalma, bien por afinidad ideológica, bien por participación directa, bien por ser empresas fachada del paramilitarismo (como Urapalma); y que se hayan creado paraeconomías extractivistas que privilegian el crecimiento económico sobre la igualdad, la dignidad y los saberes ancestrales.
Ante estas contraargumentaciones, esos defensores arremeten aduciendo que defienden el libre mercado, la libertad de empresa, la empresa privada. Pero se equivocan. Defienden unos intereses, ideológica o estratégicamente, que se imponen por sobre otros, no solo en el mero hecho de ocupación del territorio –dominar los recursos, poner ganado en donde vive gente, construir grandes vías y carreteras donde coexisten comunidades– sino en la ocupación simbólica: esos que viven allá en la ruralidad solo son unos campesinos ignorantes, indios guerrilleros, negros perezosos.
Carlos Castaño decía que se trataba de campesinos que en el día se ponían camiseta a cuadros de leñador, las botas de recolector, y que por la noche se vestían con el uniforme de guerrillero. Argumento suficiente y sin ninguna prevención que utilizaron para masacrar comunidades (el Centro de Memoria Histórica ya ha constatado que el 58 % de las 1 982 masacres cometidas por grupos armados, entre 1985 y 2012, fue perpetrado por paramilitares).
Resulta por lo menos irónico que los encorbatados critiquen las otras posturas por ser irracionales, dogmáticas, emotivas y carentes de rigor científico, cuando por el contrario sus argumentos van siempre al mismo cauce, como si se tratara de una religión: el problema no es del modelo, sino que la gente lo hace mal; el problema no es el mercado, sino que el Gobierno regula los precios sin saber; el problema no es de la economía, son las externalidades. Todo desemboca en un dogma que no permite que se critiquen los fundamentos –los modelos, los mercados, la economía–, porque, si se critican, entonces se es parte de la secta satánica socialista que hay que erradicar. Quién iba a decir que pudiera existir una religión de la racionalidad.
Cien años de soledad es una novela de un contexto rural. (Así se lo oí al escritor Orlando Mejía Rivera, en conversación con Ramón Illán Baca, en la última Feria del libro de Manizales, versión número XI). Esa misma ruralidad es la que la racionalidad economicista concibe como mero medio para su producción. La simbología cotidiana cercana a lo inconcebible; la solidaridad constante del sentimiento de lo comunitario; la palabra empeñada como muestra de confianza; la verdad de lo humano, desnuda de instituciones oficiales, en que se expresa otra forma de vida, entre la nostalgia, la esperanza y el arraigo.
Tendríamos —nosotros los racionales y urbanos— que aprender de estos movimientos del espíritu, y buscar en esas vidas lo que aún no es tocado por el valor occidental absoluto. No es solo una mera lisonja, pues en lo rural también habita el alma oscura; hablo de la rutina, al amanecer, entre los ruidos que se despiertan con el mundo, y cómo la noche –como lo hizo sentir el poeta Aurelio Arturo– sube de las cosas, sube de la tierra, e impregna todas las formas de verde.
La religión del mercado es esa animadversión que solo ve su nombre cuando se mira al espejo. Evidentemente, no es una crítica al mercado. Es una crítica a la concepción última del mercado liberal como única y posible forma de vida. Como si fuera un monarca intocable, como si no fuera posible pensar en otras interpretaciones. El mercado es una dinámica social, cultural y política. Los actores económicos también tienen un acervo cultural que los hace decidir a veces incoherentemente, y por ello no son solo seres humanos equívocos y analfabetas.
La religión del mercado, además, es la justificación de que todo es permitido para que sus supuestos alcances puedan ser logrados. Porque es un dogma que no admite controversias ni conversaciones. Un dogma que solo permite réplicas de sí mismo. El peor de los dogmas, el que cree que es un antidogmas: que crece, se reproduce, se transforma, domina bajo el presupuesto de que no es dogma, de que trabaja con rigor científico, amparado en un supuesto método infalible. La segunda oportunidad sobre la Tierra –si existe– debería seguir los pasos de una vida que es vida sin la necesidad del juicio racional economicista: es vida, porque siente que existe al acostarse sobre la hojarasca de un palo de mango.