Columnista:
Germán Ayala Osorio
Negar la existencia del conflicto armado interno fue la estrategia política y el instrumento ideológico con los que el entonces presidente Álvaro Uribe Vélez (2002-2010) construyó la Tesis Negacionista del Conflicto (TNC), la misma que logró plasmar en su política de Seguridad Democrática (PPDSD). En dicha política pública se aseguraba, sin mayor análisis contextual, que lo que enfrentaba el país era una «amenaza terrorista». Sin duda alguna, se trató de una negación interesada, maliciosa, abrupta, irresponsable, medida y además, soportada en los hechos terroristas y pre políticos ocurridos el 11 de septiembre en los Estados Unidos y en el discurso que sostendría posteriormente a la «lucha contra el terrorismo internacional» que libraría el gobierno norteamericano de la época.
Bastó esa insinuación para que la Prensa afecta a Uribe y al llamado “uribismo” acogiera aquella nomenclatura y empezara de manera irresponsable y ligera, a calificar acciones militares realizadas por las guerrillas, como simples actos de terrorismo. Emboscadas, golpes de mano y enfrentamientos entre militares y subversivos, se redujeron, por arte de birlibirloque, en acciones o actos de terrorismo. Nadie niega que la guerrilla incurrió en actos de sevicia y contrarios al DIH, pero el calificativo caló de tal forma en la opinión pública de la época, la misma que creía a pie de juntillas en lo que informaban los noticieros privados de televisión RCN y Caracol, que incluso se usó para estigmatizar a líderes políticos de izquierda, sindicalistas, académicos y críticos de la gestión del presidente antioqueño.
Sin duda, el uso de esa nomenclatura obedecía a la intención y al objetivo estratégico de reescribir la historia de la violencia política en Colombia, negando lo innegable: la existencia del conflicto armado interno y por esa vía, la coexistencia de víctimas y victimarios legales e ilegales. Vendrían, después, otros actos de habla con los mismos propósitos histórico-políticos. El senador José Obdulio Gaviria, primo de Pablo Emilio Escobar Gaviria, intentó también aportar al proceso de reescritura de la historia del país, señalando que no había desplazados de la violencia, sino migrantes que, de un momento a otro y sin causa aparente, decidían cambiar de lugar y de vida, así fuera para sobrevivir en los cinturones de miseria de ciudades capitales. Aunque esa nomenclatura no prosperó, quedó expuesta la intención de los agentes uribistas de proponer categorías encaminadas a confundir a la opinión pública y edificar unas narrativas que le permitieran al “uribismo” negarle los derechos a las víctimas, y de obviar la responsabilidades que el Estado colombiano debía asumir, por acción u omisión, en la comisión de delitos de lesa humanidad perpetrados no solo por las guerrillas y los paramilitares, sino por propios agentes estatales.
Con el regreso de Uribe al poder, esta vez en las «carnitas y huesitos» de Iván Duque (2018-2022), la nomenclatura inicial se mantendría, a pesar de que el presidente Santos (2010-2018) se encargó de reconocer la existencia del conflicto armado y de sus víctimas y, por supuesto, el derecho que les asiste a ser reparadas por el Estado.
En varios documentos oficiales Duque no reconoce la existencia del conflicto armado y mucho menos legitima el proceso de paz firmado entre el Estado y la entonces cúpula de las Farc- Ep. En esos documentos oficiales se usan expresiones como violencia y no hablan de actores armados, sino de Grupos Armados Organizados, estructuras criminales o grupos narco-terroristas. También hablan de “paz con legalidad”, frase con la que no se reconocen la legitimidad y la legalidad del Acuerdo de Paz de La Habana. Además, dicha expresión constituye, per se, un ataque velado contra la Justicia Especial para la Paz (JEP).
Agobiado por las recientes masacres, Iván Duque, fiel y devoto seguidor de Uribe y de la política de Seguridad Democrática, no podía quedarse atrás en el proceso de proponer, a través de llamativas frases o el uso de específicos vocablos o nomenclaturas, nuevas narrativas conducentes a ocultar la gravedad de unos hechos que claramente dejan ver que su decisión política en materia de seguridad, es que no haya política, es decir, que poco le interesa a su administración copar territorios, afianzar la presencia del Estado y ganarse a la población civil. Hago referencia a las recientes masacres ocurridas en Nariño, Antioquia y Cauca.
Así entonces, Iván Duque acaba de “rebautizar” a las masacres: las llamó «Homicidios Colectivos» sin ningún asomo de vergüenza. Poco le importó ir en contra de lo que sobre el término y concepto dice la RAE, y de la tradición lingüística de un país que desde tiempos otoñales convive con este tipo de prácticas. Querrá, seguramente, que las Masacres de las Bananeras, del Aro, Bojayá, Trujillo, la Granja y Mapiripán, entre otras, en adelante se recuerden como «Homicidios Colectivos», término que deviene con un carácter eufemístico con el que buscan quitarle la representación obscena, terrible, ignominiosa y deshonrosa que acompaña al vocablo Masacre.
Duque cree que con ese eufemismo va a lograr borrar el sentido vil e innoble que acompaña a las masacres perpetradas por los narco paramilitares, quienes en mayor proporción son los responsables de todas las masacres ocurridas en Colombia. Se equivoca el huésped de la Casa de Nariño, pues esa nomenclatura no solo es incorrecta, sino que resulta repulsiva y difícil de asimilar por una opinión pública que ya no es la misma a la que RCN y Caracol, bajo la influencia de Uribe, tuvieron a su merced entre el 2002 y el 2010. Son masacres, no homicidios colectivos.
Así entonces, Duque ya entró en el “selecto” grupo de manipuladores que tiene el Centro Democrático y el “uribismo”, cuyos miembros buscan re-construir la historia de la violencia política colombiana, con el propósito de confundir y de tratar de restarle el carácter rastrero, ruin y despreciable con el que han actuado todos los grupos armados, legales e ilegales, pero sobre todo, para minimizar la responsabilidad de un Estado que ha sido operado bajo el influjo de agentes privados cuyas buenas maneras y costosos trajes no alcanzan a encubrir o disimular la aviesa condición que pretenden esconder en su perfumadas figuras.
Aprovecharse de la “confusión y la indeterminación legal” que existe en el país alrededor de la tipificación y el reconocimiento jurídico de las masacres contribuiría al debate, sino supiéramos que detrás del acto de habla de Duque está la intención de provocar a las víctimas que encuentran en el término masacre, una mayor cercanía a su dolor, desde una perspectiva lingüística-cultural.