Autor:
Brayan Montoya
Tres años y medio es tiempo suficiente para echar raíces, para cultivar afectos, para soñar con cientos de futuros posibles. Un porvenir venido a menos por el abandono obligado del ETCR Román Ruíz, de Santa Lucía por parte de los firmantes del acuerdo de paz. Como si no fuera suficiente abordar el desarraigo y el desplazamiento que les está tocando vivir, ahora tienen que lidiar con la incomprensión de un gobierno que le ha quedado grande la paz y que dejó el sentido de humanidad, arrumado junto con los más recientes escándalos.
Desde perfumadas oficinas con itinerarios planeados en la comodidad de un escritorio objetan que la gente tiene que hacer un viaje de 300 kilómetros arrancando en la madrugada por una trocha peligrosa, no solo por las condiciones en las que se encuentra sino por aquellos actores armados que las transitan. También insisten en no tomar la ruta nacional y en su lugar quieren que los excombatientes y sus familias (que incluyen adultos mayores, niños y mujeres embarazadas) vayan por la ruta lechera, rodeando el territorio antioqueño en un viaje tortuoso de unas 20 horas cargando con todos «sus corotos», vacas, perros y gallinas.
Mientras algunos líderes y voceros de la FARC tratan de llegar a acuerdos con los delegados del Gobierno para revestir de la mayor dignidad posible el éxodo, la gente en sus casas sigue empacando en cajas y costales lo que han ido consiguiendo durante el tiempo que han estado aquí. Los que ya habían mejorado su vivienda siguen tumbando muros para llevarse todo aquello que pueda asegurarles un mejor vivir al llegar Mutatá, aunque algunos prefieren dejarlo todo como está porque el «guayabo» de tirar abajo lo que con tanto sacrificio pudieron levantar, es bastante grande.
Por las calles se escuchan rumores sobre los camiones que llevan esperando desde la mañana. Hay escépticos dicen que «de aquí el al viernes no hemos salido de aquí». Otros más optimistas pero precavidos dejan a la mano las cosas de la cocina y las colchonetas, por si tienen que pasar una noche más, mientras arruman lo demás al lado de la puerta para que les quede más fácil subirlo a los transporte apenas se pueda. Los más madrugadores ya están con todo a lado de la carretera desde temprano en una espera que todavía no recibe frutos.
Ya al medio día, en medio de la espera, entre tinto y tinto, se cuentan historias en zaguanes y cocinas sobre lo que generó esta expulsión. Hay quien dice, que la muerte de Manduco, el hijo del Flaco, fue el gran detonante, a pesar de no ser el primero de los muchos que se ha llevado la violencia en los últimos tiempos. El asesinato de un pelao que todo el mundo quería y que no se metía con nadie cayó bastante mal en la comunidad durante las fiestas decembrinas y subió todavía más las alarmas «dicen que empezando esa muerte fue que todo el mundo se decayó aquí. Nadie quería hacer nada ya». Relata Daniela «esas son las versiones. A él mínimo lo mataron por represalias contra el papá y le hicieron el daño con ese muchacho (…) todo el mundo lloraba, mientras lo enterraban en Medellín acá le estábamos haciendo un homenaje en Santa Lucía».
Y aunque la salida de este espacio se venía planeando desde hacía tiempo, el llamado de urgencia llegó hace menos de dos meses cuando mataron en el camino a dos menores de edad, familiares de excombatientes y al conductor de una chiva que apenas tenía 21 años. Ese mismo camino por el que se marchará la caravana de buses, escaleras y camiones cargados.
Cerca de las 5 de la tarde continúan las tensiones y los debates, sobre la mejor manera de salir, que todavía no llegan a nada. Entretanto todo el mundo sigue pendiente de los camiones, que supuestamente están por llegar pero que siguen demorados. Con los últimos escobazos de el infame trasteo siguen las historias de esperanza mezclada con tristeza «a la comunidad le da guayabo» dice Chilapa, comiéndose una naranja el entrada de la que fuera su casa «Pero ellos saben que el gobierno no nos ha cumplido y que aquí no tenemos un culo. Yo creo que yo mañana que vaya saliendo yo chillo yo no me aguanto, pero yo acá no veo futuro ni para mí ni para mis hijos». Ella sabe que a pesar de dejar atrás la comunidad que la acogió lo mejor es irse no solo por un tema de seguridad, sino porque en Mutatá podrán tener su pedacito de tierra ya que muchos «aquí no tenemos ni pa’ sembrar una mata de cebolla». porque el terreno tiene cuatro dueños que le arrendaron el lote al gobierno. «Yo creo que la paz es un derecho. Yo ya que me acogí al proceso no le veo la lógica a la guerra. Nadie merece que le disparen, nadie merece dormir mal dormido, nadie merece hambre. En fin nadie merece sufrir». Termina ella emocionada.
A las 7 y media de la noche han llegado apenas 5 de los 16 camiones que venían en camino. Se comienzan a montar algunas cosas, especialmente la maquinaria pesada para los proyectos productivos. Más tarde algunos líderes del partido FARC y del ETRC suben al caserío para despedirse de la comunidad en medio de palabras sentidas y un canelazo caliente «no están solos» les dicen los reincorporados «siguen contando con nosotros».
Ya por fin a eso de las 10 y media llegan los 11 carros que faltaban, pero la gente en el ETCR ya está nuevamente descansando. Al final se logró un consenso para no viajar de noche aunque la ruta sigue siendo la misma, y con la tardanza del transporte habrá que levantarse a las 4 de la mañana a montar todas las cosas, con la esperanza de que al llegar a su destino, esas raíces arrancadas sean suficientes para para cultivar nuevos afectos y para soñar con otros cientos de futuros posibles.