Columnista:
Germán Ayala Osorio
Las reacciones de los sectores uribistas ante lo enunciado por el senador Gustavo Petro, en el sentido de desconocer la legitimidad del presidente Duque y de convocar a la ciudadanía para que asuma tareas y acciones propias de la “desobediencia civil”, tienen un trasfondo político y cultural que vale la pena mirar con algo de detalle.
Le asiste al senador de la Colombia Humana todo el derecho de desconocer al presidente Duque, pues su victoria electoral, de acuerdo con los audios que circulan con amplitud y que exponen actividades conducentes a la compra de votos y a la comisión de otros delitos electorales sirvieron para evitar que Petro Urrego llegara, en coalición con otras fuerzas políticas, a la Casa de Nariño.
Es decir, como competidor directo del entonces candidato uribista y hoy presidente de la República, Gustavo Francisco Petro Urrego, en su calidad de derrotado, tiene la suficiente autoridad y derecho no solo para desconocer la legitimidad del mandato de Duque, sino para demandar ante autoridades nacionales e instancias internacionales lo que él mismo considera como un triunfo político-electoral alcanzado a expensas de un inocultable fraude electoral.
Ahora bien, hay que señalar también que la compra de votos, la trashumancia y la entrada de dineros sucios a las campañas electorales en Colombia es una práctica ya institucionalizada que le resta legitimidad a todos los anteriores gobiernos, circunstancia esta que ha servido para que el Establecimiento se haya mantenido en pie, a pesar del creciente y evidente malestar social y político que se respira en Colombia; el mismo que de manera maliciosa medios de comunicación y agentes ideológicos al servicio del Régimen colombiano, llaman polarización, cuando dicho malestar se expresa a través de críticas al actual gobierno, al uribismo y en contra de todo lo que viene haciendo mal la derecha y la ultaderecha, antes de la pandemia y ahora, en medio de semejante emergencia sanitaria; comportamiento que ha servido para develar, entre otros asuntos, la privatización del Estado o por lo menos, su operación institucional alejada de atender los intereses del colectivo.
En cuanto al llamado a que la ciudadanía afecta a sus ideas adopte acciones propias de la desobediencia civil, hay que decir que la actual coyuntura por la que atraviesa el país y el mundo demandaría que, a pesar de la comprensible reacción de Petro Urrego, su llamado puede resultar contraproducente para él y sus propósitos de desenmascarar al gobierno de Duque Márquez y de esa forma, poner en la agenda pública el grave hecho político e institucional que representa la compra de votos y los ya naturalizados fraudes electorales en Colombia, facilitados en buena medida por el manejo técnico-clientelista que de tiempo atrás hacen los partidos políticos tradicionales de la Registraduría Nacional del Estado Civil y del Consejo Nacional Electoral.
Las condiciones apremiantes de hambre y desempleo bien podrían complicar aún más la grave situación social y económica que afronta Colombia y que se agravará con el paso de los días, independientemente de si se logra controlar al virus a través de una vacuna. En ese sentido, ese llamado de Petro es a todas luces inconveniente por cuanto ni el pueblo al que le habla, ni quienes hoy le critican su convocatoria, comprenden los alcances del concepto de desobediencia civil. No es, para empezar, un sinónimo de rebelión. No, por el contrario, aquel concepto y las acciones derivadas devendrían de una toma de conciencia frente a lo que está mal, a lo injusto y a lo que no se puede aceptar, así esté soportado en una ley o una norma.
Ahora bien, cuando el senador Uribe llamó a la desobediencia civil a sus seguidores y simpatizantes ante su molestia por la firma del Tratado de Paz durante el gobierno de Juan Manuel Santos y la entonces guerrilla de las Farc, a muchos periodistas y políticos que hoy atacan a Petro por su llamado, les pareció legítimo y viable la apuesta y la propuesta del Hijo de Salgar. Miremos el propósito del entonces llamado que hiciera el propietario del Partido de Gobierno, el Centro Democrático (CD). Resultaba legítimo ese llamado de Uribe desde la lógicas de los sectores guerreristas y “anti paz” que el expresidente antioqueño representa, pero ese hecho político no se puede comparar con el que acompaña a lo enunciado por el líder solitario de la Oposición en Colombia. Es posible que ambos llamados tengan los mismos grados de legitimidad, pero hay diferencias abismales en términos éticos y morales.
Oponerse a un proceso de paz que desactivó una máquina productora de víctimas y llamar a la desobediencia civil constituye, a todas luces, un acto mezquino y sórdido, si se considera el alto nivel de degradación en la que cayeron todos los actores armados que participaron de las hostilidades en el marco del conflicto armado interno (guerrillas, paras y fuerzas estatales). Hablamos, entonces, de una legitimidad motivada o sustentada en los intereses que varios Señores de la Guerra tenían para la época en la que se dio la primera firma del Acuerdo de Paz entre el Estado y las Farc-Ep y los que aún mantienen, a juzgar por las acciones emprendidas por agentes políticos, el partido CD y el propio gobierno, conducentes a impedir o torpedear el proceso de implementación de lo que se acordó en La Habana.
Entre tanto, desconocer la legitimidad política de Iván Duque como presidente de Colombia, de acuerdo con lo denunciado por periodistas independientes, por las ya conocidas grabaciones en las que se habla de la compra millonaria de votos para vencer a Petro en segunda vuelta de las elecciones de 2018, obedece o se sustenta en imperiosos valores éticos y morales, que se exponen en una sociedad que, como la colombiana, deviene de tiempo atrás en una consistente confusión moral y ética, generada por la entronización de un ethos mafioso que a partir de 2002 se naturalizó de tal forma, que exigir transparencia y altos niveles de eticidad, constituyen actos provocadores e incendiarios, propios de quienes insisten en “polarizar” a la sociedad colombiana y evitar, por esa vía, que como nación podamos superar nuestras diferencias y conflictos. Eso pasa cuando la ética queda proscrita del comportamiento ciudadano y dejó de orientar el comportamiento de agentes económicos y políticos.
De esa forma, los llamados de uno y de otro a la desobediencia civil están distanciados por valoraciones éticas y morales que con enorme claridad exponen las brechas, insondables por demás, que hay entre lo que representan social, cultural y políticamente, Uribe y Petro.
Y frente a la postura asumida por el solitario líder de la oposición en Colombia, en relación a desconocer la autoridad y la legitimidad del gobierno de Duque, hay que señalar que se trata de una acción política explicable que, en el inmediato futuro, terminará por beneficiar, electoralmente, a los candidatos que se dicen estar o militar en el “Centro”, lo que significa, de muchas maneras, validar o legitimar la trampa y extender en el tiempo la debilidad de instituciones como la Presidencia y las propias autoridades electorales; a lo que se suma, la de los partidos políticos, que además, devienen insepultos.
Así entonces, desconocer la autoridad y la legitimidad del actual presidente de Colombia constituye un acto ético-político de quien un día se levantó contra un Régimen al que consideró oprobioso y deshonroso, el mismo que, a pesar del paso del tiempo, y a juzgar por los altos niveles de corrupción pública y privada en el país, continúa sumido y operando en condiciones de ignominia, degradación y demérito.