Columnista:
Sergio Jaimes Herrera
El arte de la performatividad, el mimetismo y el camuflaje (pero no del verde oliva de los violadores y violentos, no del militarizado ni del falso honor de los patriotas) han sido a lo largo de la historia una habilidad que desarrollamos, sin saber cómo ni a partir de cuándo, las personas a las que se nos ha obligado a aprender el recurso de la supervivencia.
¿Han notado lo incómodo que es llevar un tapabocas puesto durante todo el día y estar pendiente de que no se corra, no se baje o esté bien ubicado para evitar el señalamiento de los que están a su alrededor? ¿Se han sentido asfixiados/as, con la vista nublada, incómodos/as y desesperados/as por sentir ese pedazo de tela que no les permite respirar con libertad? ¿Han terminado el día con dolor y cansancio por las marcas que deja sobre su rostro el caucho, los metales y cuanta cosa compone ese tapabocas permanente? ¿Han sentido la necesidad de recubrir la tela, rediseñarla y reajustarla porque creen que no es suficiente la protección que les brinda?
Cuando han intentado despojarse por un segundo de ese tapabocas y tomar un respiro, ¿les han sentenciado la muerte, el castigo y la culpa por ser sujeto de “contaminación” en los espacios que habitan? ¿Les han obligado acaso a ponérselo nuevamente para poder salir a la calle o ejecutar cualquier actividad cotidiana? Pues bien, las personas LGTBIQ hemos usado durante parte de nuestra vida —o la vida entera, si hablamos de desgracias— un tapabocas tan grande que, además de cubrirnos la boca y callarnos, de mantenernos en el silencio y en el abandono de nuestra realidad, nos ha cubierto la identidad de nuestro ser: el clóset (y sí, todas estas preguntas anteriores resumen estar dentro de él).
Desde que asumimos y empezamos a reconocer nuestro cuerpo y nuestro deseo también notamos la contrariedad de lo que se nos ha acostumbrado a ver y sentir; en seguida, para no dar pasos en falso que nos merezca una caída dolorosa, iniciamos la búsqueda del camuflaje: nos armamos de posturas, vestuarios, gestos, palabras, voces, expresiones, pensamientos y actitudes que permiten distraer la atención de lo que en realidad somos. Empezamos a vivir en un performance diario, mejor dicho, nuestra mejor obra teatral.
Después de un agotamiento físico y mental, de no encontrar más recursos para nutrir mi obra y sentirme agobiado con la logística de mis actos impostados, decidí cerrar mi teatro, decidí dejar de emitir funciones y vender entradas para un espectáculo que ya no merecía ni un solo aplauso más. El 9 de abril de 2016 bajé el telón y me reconocí públicamente como un hombre gay, que más adelante sería la marica, el mariposo, el torcido, el desviado y orgullosamente libre. Murió el camaleón.
Necesité dar ese paso en falso y caerme, sentir el golpe que producía chocarme con mis propios prejuicios, pero, sobre todo, con los de los demás; saber que dejaría de ser aplaudido por mi invisibilidad me costó lágrimas. Al final de cuentas, siempre hubo una espectadora en mis funciones que sabía lo que veía y que entendía que esas obras guardaban una historia no contada, que su hijo no era un buen actor, y que más allá de los relatos que lograba presentar existía un adolescente intimidado y con ganas de gritar. Sonia, mi fiel espectadora y mi siempre madre, me ayudó a empacar maletas (con mucho esfuerzo, claro) y dejar ese teatro atrás.
El clóset en algún momento me brindó comodidad, pero era una comodidad que lastimaba con el tiempo y que no se sentía bien vivirla si no había luz que alumbrara allí adentro. Es una situación compleja apartarse de esos escenarios en los que nos sentimos “seguros/as”, pero una vez se logra también empiezan a surgir las redes de apoyo; las personas que jamás han buscado una categoría para señalarte, aquellas que conocían tu clóset y lo cuidaban desde afuera, lo salvaguardaban, incluso, sin que tú te dieras cuenta. Entendí entonces que nunca había estado solo, aunque así me hubiese sentido.
En un par de días termina el mes del Orgullo LGTBIQ+, pero no nuestra lucha, hoy debemos decir con firmeza que nos sentimos orgullosos/as de ser quienes somos, que nos ha costado vidas estar aquí de pie reclamando nuestros derechos, pero que también estamos vivos para seguir haciéndolo. El miedo parece un monstruo insuperable, no lo es, el miedo conducido y la rabia organizada son la fuerza que necesitamos para continuar diciéndole al mundo que existimos y que jamás dejaremos de hacerlo. Lesbianas, gais, bisexuales, travestis, transexuales, transgénero, intersexuales, asexuales, personas queer, no binarias, de género fluido y todas aquellas que nos recoge la diversidad sexual, nunca será tarde para salir del clóset, si te sientes seguro/a de hacerlo, hazlo, que la libertad siempre espera junto al amor.
Llegué a creer que no podría decirlo, hoy lo grito: Mi mamá parió a un gay, ¡soy un gay parido!