Columnista:
Javier Hernando Santamaría
La doctora Margarita caminaba presurosa por los pasillos del hospital direccionando a todo el personal asistencial para dar inmediata atención a la emergencia presentada en la zona de urgencias, atosigada en ese momento por los heridos provenientes de un accidente automovilístico múltiple, presentado a las afueras de la ciudad.
Las ambulancias con su desesperante sirena seguían arribando, todo era un caos, capaz de exasperar a cualquier mortal, sin embargo, la doctora Margarita guardaba la serenidad que siempre le caracterizaba; la atractiva médica llevaba 2 años como directora jefa, una trabajólica compulsiva, obsesionada con la misión de salvar vidas, su efectiva gestión ubicaba a ese hospital como uno de los más destacados del país.
Todo el personal a cargo le guardaba gran aprecio a la doctora Margarita, salvo unos cuantos funcionarios de mediano rango que no comulgaban con sus estrictas directrices, con las cuales había logrado configurar un asertivo y destacado servicio, además de una efectiva purga a todo nivel, eliminando el accionar de los corruptos de turno.
La enfermera jefa se acercó a Margarita para advertirle que entre los heridos más graves en aquel accidente se encontraba un reconocido empresario y ganadero, el cual requería ser intervenido de urgencia, y la única opción en ese momento para llevar a cabo la cirugía, era ella.
Sin pensarlo dos veces, la doctora Margarita se enfundó en su traje de cirujana presta a cumplir su misión principal: salvar vidas.
En el pasillo hacia el quirófano la doctora fue abordada por una elegante dama, quien presa del llanto y la desesperación, se aferró a su brazo y le suplicó que salvara a su esposo.
Margarita quedó estupefacta al ver a aquella angustiada dama, por un momento experimentó una especie de déjà vu que la extrajo por segundos de la realidad enfrentada. Con una voz cálida le respondió a la mujer:
—Señora, tenga la seguridad de que haré todo lo que esté a mi alcance…
Semanas después del trágico accidente, la doctora Margarita visitó al prestante empresario y ganadero al cual había intervenido, y quien ya se recuperaba satisfactoriamente; el mismo paciente había solicitado verla para agradecerle por haber salvado su vida.
Margarita entró en el cuarto vacilante, sus piernas le temblaban, el hombre y su esposa la observaban sonrientes, reflejando en sus rostros su enorme gratitud.
Clavel Antonio Saldívar de la Cruz abrazó a la doctora Margarita con tanta fuerza que ella se sintió sofocada, pero poco le importaba, ya que ese abrazo era para ella el mejor pago que pudiesen darle, no solo por el hecho de haber logrado, una vez más salvar una vida, sino, porque aquel hombre era muy importante para ella.
—No me reconoces papá…, musitó la doctora Margarita.
El señor Clavel Antonio y su esposa contemplaron extrañados a la bella doctora, quien tomando las manos del viejo y mirándolo fijamente a los ojos le dijo:
—Soy yo papá… Clavel Antonio Jr., tu hijo. Ahora como puedes ver, soy la doctora Margarita Saldívar de la Cruz Solarte…
Doña Rosalía de Saldívar rompió en llanto y se fundió en un prolongado abrazo con la doctora Margarita.
Tantos años habían transcurrido desde que aquel larguirucho, afeminado y frustrado chico adolescente, abandonó la hacienda de sus estrictos y conservadores padres, huyendo de un destino que no quería vivir, ese que cercenaría de tajo sus sueños y el anhelo de ser una florida y bella margarita, y no un eterno mustio clavel.
El clavel se hizo margarita, y tras tantos escollos y vicisitudes superadas, el destino la puso de nuevo frente a sus seres más queridos; una lección de vida para todos y cada uno de ellos… perdieron un hijo aquel día, pero hoy ganaban una hermosa hija y ejemplar doctora.