Columnista:
Nicolás Tamayo Escalante
Su día comenzó temprano en la mañana, se arregló como quiso, como se sintió más segura y más bonita para sí misma; se despidió de su madre, ella le pide que tenga mucho cuidado en la calle, que le avise cuando llegue a la universidad, que esté alerta y no se desvíe de su camino, ‘ella’ le da un beso y se va a comenzar su calvario.
La seguridad con la que había salido de casa empieza a desaparecer cuando con tan solo cinco minutos en la calle ya sintió varias miradas con morbo analizándola de arriba abajo, uno que otro chiflido y algún comentario desagradable alusivo a su forma de vestir o a su cuerpo por “lo buena que está”.
En el transporte público el panorama no cambia, al no encontrar un puesto disponible para sentarse, debe quedarse de pie, convirtiéndose en el centro de atención de los pasajeros del bus, miradas van y vienen, puede sentir cómo la ‘desvisten’ con la mirada; ella simplemente se concentra en la música que va escuchando, el viaje está por terminar, solo debe aguantar un poco más.
Al llegar a la universidad, el calvario que vivió en su viaje se pone en pausa, en pausa porque, tras terminar su jornada académica en la noche, le escribe a su madre: “Ya voy para la casa”. Su progenitora le responde implorándole que tenga mucho cuidado, que la llame si necesita algo. Ella le escribe “tranquila mami”, cuando la verdad es que está más temerosa que su propia madre.
La desolación es la protagonista por la hora. Cuando algún hombre pasa cerca de ella en la estación de bus, aprieta con fuerza su bolso, esperando que no se le acerque, que no le diga nada, que no le haga nada. Finalmente, tras unos minutos esperando, llega el bus, se sube y toma asiento, está en camino a casa, hoy lo logró. Hoy va a poder regresar a su hogar, pero quién sabe si mañana lo logre, quién sabe si mañana alguien decida hacerle algo porque la vio sola en la calle, o por su forma de vestir, porque está “buena” o, simplemente, por ser mujer.
En esta historia ‘ella’ no tuvo nombre, porque es la personificación del día a día las mujeres en Colombia, sin excepción. En promedio, en el país las mujeres empiezan a ser foco de acoso callejero desde los 12 años. Desde. No a los 12, desde los 12, porque una vez que empieza, nunca para. Habrá días buenos en los que tal vez por ir acompañadas se disminuyan considerablemente los comentarios o chiflidos, pero las miradas con morbo nunca desaparecen. El acoso nunca desaparece. Y es que, el machismo y la violencia sistemática contra la mujer son fenómenos fuertemente afianzados en el país. En Colombia se comete un feminicidio cada 48 horas; el último fue el de Daniela Quiñones, una joven estudiante de Administración de Negocios en la universidad EAFIT, quien fue asesinada y luego tirada al río Cauca. Su cuerpo fue hallado a la altura del municipio de La Pintada, Antioquia.
Y sí, suena crudo relatarlo de una manera tan directa, pero es así como se deben tratar estos casos, como lo que son, feminicidios, sin eufemismos, sin adjetivos calificando a la víctima, ni intentando dejar de lado el crimen por estar echándole flores a la mujer asesinada, ellas no necesitan flores, ellas necesitan justicia.
La problemática alcanza su cúspide en el punto en que se normalizó socialmente cuestionar a la víctima y no al victimario, algo que en la teoría es absurdo, pero que en la práctica es algo “normal”. Cuando ocurre un feminicidio es común escuchar o leer comentarios como: “no tenía que ir caminando sola por ese lugar tan tarde” o “si se visten tan provocativas, ¿qué más pueden esperar”; los comentarios varían, pero el cuestionamiento ilógico es una realidad. ¿Cómo es posible que a la gente siquiera se le pase por la cabeza insinuar que la culpa es de la víctima por cualquier motivo? La culpa nunca será de ella, por eso su nombre así la determina: VÍCTIMA.
Pero, el anterior no es el mayor de los colmos, ese hace su aparición cuando un porcentaje abrumador de personas tiene el coraje y el descaro de tachar, demeritar, denigrar y/o satirizar el movimiento feminista por ser “radicales” en su actuar, las llaman “feminazis”, aún cuando a ellas son las que las asesinan solo por ser mujeres; ese “radicalismo” se queda corto para la reacción que se debería tener como sociedad cuando se secuestra, viola, tortura, asesina y/o desmiembra a una mujer, pero también cuando las persiguen, les chiflan, les gritan cosas o les pitan en las calles. Ese radicalismo es una reacción cuanto menos normal y, que a mi parecer, se queda corta ante un fenómeno que no deja en paz a las mujeres ni un solo día de su vida; quienes tachan el movimiento o lo desprestigian solo perpetúan aún más el machismo y afianzan con más fuerza la violencia sistemática contra las mujeres de una manera casi irreversible.
Ser mujer hoy en día representa tener que planear la salida y también cómo regresar; tener que estar acompañada de un amigo o de su pareja para poder estar “segura” en la calle; tener que enviarle la ubicación en vivo a sus padres por si algo le pasa. Ser mujer es dudar de cómo vestirse, de si la falda es muy corta o el escote es muy pronunciado, y no porque no se sientan cómodas con ellos, sino porque eso puede atraer acosadores o violadores casi por inercia.
A esta sociedad carente, morbosa y machista le hace falta muchas cosas, eso es una realidad de conocimiento general, pero hay un elemento en particular que queda en evidencia en este caso, la grosera falta de empatía; falta de empatía hacia las mujeres y hacia el feminismo, un movimiento que, entre otros, busca que llegue el día en que ellas puedan salir a la calle con la certeza de que volverán, porque ahora mismo, eso no es así.
El Feminicidio debe ser castigado, de manera ejemplar: sin demoras en la justicia, sin rebajas de pena y sin impunidad. Y, debe prevenirse con la Educación y la práctica de valores como: el respeto y el reconocimiento de las mujeres como personas y seres humanos, con igualdad de Derechos que los hombres.